En los dos días siguientes, evité toda conversación posible, simplemente quería estar solo.
Intenté hacer como si nada. Ignorar aquella sensación que me oprimía el pecho y me aterrorizaba porque ahora una parte de mi sabía que mi vida duraría tanto como el canciller quisiera, y ni un minuto más. Intenté no pensar en Anet, y en todo lo que implicaba el por qué había muerto, o el mero hecho de que estuviese muerta.
En lugar de seguir pensando, traté de concentrarme en hacer las láminas de dibujo técnico, y el trabajo de filosofía... pero a quien iba a engañar, no me salía nada sobre la eutanasia, no podía pensar, estaba atorado, seco de pensamientos, como si todos mis pájaros hubiesen volado hacia el país de nunca jamás, como si todas las barbaridades que normalmente me asaltan de súbito y siempre terminan por darme alguna idea útil simplemente hubiesen desaparecido, como si jamás hubiesen estado ahí antes.
Porque no importaban.
Ya no.
No tenía fuerza, ni ideas, ninguna en absoluto. Ni para enfrentar aquella situación, ni para decidir el formato del trabajo, ni del contenido del mismo.
Y finalmente, el sábado por la tarde, lo mandé a la mierda.
No podía seguir pensando en nada banal. No estaba para grandes logros académicos, y me dio igual, simplemente lo dejé ir. No iba a adelantar el trabajo de un mes en un fin de semana, y tarde o temprano una persona ha de aceptar lo bueno y lo malo que ha hecho. Era hora de afrontar mis errores, aunque hubiesen valido la pena, eso desde luego.
Y era hora de pensar en algo más. Mucho más allá de los problemas que tenía la mayoría de la gente. Era el momento en que me tocaría revivir, de verdad, todo lo que sentí cuando perdí a mi mejor amigo.
Porque tenía que aceptar que ella se había ido. Y solo fui verdaderamente consciente aquel domingo, cuando me encontré en la carretera temprano, enfundado en mis viejas botas y mi ropa de caza, camino de su funeral.
Fui la única persona del instituto a quien, pese a todo, su padre llamó para que fuese.
No sé muy bien por qué me llamó, ni por qué le prohibió verme cuando todavía estaba viva. Pero puedo asegurar que ese día supe, de alguna manera, que no fue nada que tuviese contra mí.
Aquel día hubo muchas personas en la orilla del viejo río negro.
Los funerales en Mok no son como los vuestros. Ni son como los míos. En cada tierra existen unos ritos, y cada raza tiene los suyos propios. Pero no cambia la cantidad de gente que puede ir a ver a la hija de un poderoso mandatario en su último viaje sobre esta tierra.
Como dije, allí hubo mucha gente. Personas que ella conocía, o su padre conocía. Pero también doy fe de que aquel hombre habría cambiado sin dudar un segundo la vida de cualquiera de aquellas personas por la vida de su hija. Y de que si la alejó de mí fue para protegerla, porque seguramente él sabía cosas, que ahora estaba ignorando y probablemente iba a ignorar el resto de sus días.
Porque estaba roto. Y lo estaría hasta el día en que Ella volviera para llevarle. Porque ningún padre, ni en vuestra tierra, ni en el culo del mundo, sobrevive a ver morir a un hijo. Quizás su cuerpo viva, pero nunca se recuperará.
Sostuve a Han cuando se rompió al verla sobre aquella balsa en llamas. Hermosa y dulce, como siempre fue. Vestida de blanco porque para nosotros es el color del luto, y con las manos sobre el pecho.
Finalmente, su cuerpo se lo llevó el río hasta la gran catarata, que la conduciría al corazón de la tierra. Allí de donde nunca regresas.
Han y yo nos quedamos allí, hasta que el lugar quedó vacío y el cielo se abandonó a una noche estrellada. En silencio.
No sé qué le puedes decir a alguien cuando ha perdido lo que más amaba, y sabe que nunca volverá a amar. Ni lo sabía entonces, ni lo sé hoy. Así que todo lo que hice fue quedarme allí sentado, a su lado. Hasta que habló él.
―No fue un accidente, Elías.
Sus palabras me desconcertaron, me pillaron por sorpresa. Pero él podía ser quien mejor lo supiera.
― Lo sé ―admití.
―No sé quién lo hizo... ni por qué lo hizo ―dijo, con una voz aséptica y gélida, tan cargada de ausencia que el vacío la inundaba―. Pero ella creía en ti, Elías Dakks. Y yo lo haré igual, mientras esté vivo... Sé que nunca podré vengar su muerte, pero quizás, algún día, tú sí que puedas. Hasta entonces, haré lo que sea por protegerte.
¿Cómo?
― ¿Ella... ella te dijo...? ¿Qué te dijo, Han?
―Apenas pudo explicarme nada... pero me pidió que te protegiera si llegado el momento lo necesitabas ―anunció, con firmeza, mirándome con una seguridad que asustaba― y así lo haré mientras esté vivo.
Ambos nos escudriñamos por unos instantes, y él asintió, levantándose, y tendiéndome la mano para que lo imitara. La tomé, firme. Y, una vez en pie, nos estrechamos el antebrazo.
―Ella te quería como nunca quiso ni querrá a nadie allí donde vaya... siempre viajará contigo.