10 de febrero 1977
Múrmansk/Rusia
El animal estaba indudablemente dispuesto a saborear su pequeña y adorable complexión, podía verlo en la forma en la que se lamía el hocico al divisarla, pero la niñita no estaba muy segura de querer que eso pasara.
El patio de la casa era enorme y daba entrada a un bosque boreal donde la nieve ya se había desaparecido completamente luego del último invierno. Cuando su padre levantó el brazo hacia el cielo supo a la perfección lo que iba a pasar, y no era la primera vez, en su mano decoraba un arma, pero hasta donde conocía podía reconocer que se trataba solo de una pistola de salva, y era triste que una pequeña de siete años ya supiera la diferencia entre una y la otra.
Su cuerpecito se encontraba entumecido, de pie justo en la línea que dividía la arboleda del jardín, y no podía apartar sus ojos del felino. Si las clases particulares de ciencias de la naturaleza le habían enseñado algo era sin duda sobre los animales, ella era inteligente, quizás demasiado para sus siete años, aprendía muy rápido y lograba contener información por largo tiempo. El animal tras los barrotes de la jaula era un Acinonyx jubatus venaticus o guepardo asiático, una rara subespecie de guepardo encontrado principalmente en Irán, eran en exceso costosos pero para Nikolai Soloviov eso no era un problema.
La saliva pasó de forma dificultosa por su diminuta garganta y el corazón latía de forma lenta, consistente y hasta dolorosa.
Miraba continuamente el dedo de su padre sobre el gatillo y como uno de los hombres anónimos de traje abrían la jaula del animal. Cuando el disparo salió caliente de la boca del arma su corazón aumentó el ritmo, también sus pies, y el felino se puso en marcha mientras que los pájaros salían despavoridos después del estruendo, ahora solo eran ellos dos rozando con la línea de la vida y no había vuelta atrás, se trataba de correr o morir.
―¡No! ―el grito de la mujer hizo al pelinegro ladearse para verla llegar desde la casa. Como normalmente, se veía débil, destrozada y sus piernas apenas podían avanzar con los pies desnudos sobre el pasto.
Su bata blanca era demasiado fina y poco abrigadora como para salir al exterior, mucho menos en sus condiciones, pero eso era lo que menos le importaba. Uno de los trajeados se aproximó para sostenerla por los hombros, tratando de que no se derrumbara sobre la hierba, pero la pelirroja no se hizo esperar para apartarlo y terminar reguindada de su marido o de lo que el susodicho se había convertido.
―¡¿Te has vuelto loco?! ―gritó en su rostro, el hombre la apartó fugazmente y escupió hacía un costado, por el soplo de aliento que la mujer le había esputado en el semblante.
―¡¿Quién la dejó salir?! ―inquirió con dureza a los hombres en los alrededores e ignoraba los reproches de la pálida y esquelética mujer. Todos se quedaron en completo silencio y uno de ellos le proporcionó a la fémina una mascarita para su boca y nariz a la que ella ya estaba acostumbrada.
―¡¿Qué diablos estás haciendo?! ―inquirió ella nuevamente―, ¿Y quién es esta mujer? ―se dirigió a la atractiva mujer de pelo azabache cruzada de brazos e interesada por el espectáculo que estaba ocurriendo en el lugar.
La niña y el animal ya habían desaparecido completamente, sin quedar rastro alguno de ellos, el corazón de la mujer parecía estar intentando salir por su boca.
La pelinegra la miró con una media sonrisa maliciosa y entonces los rasgos faciales de la pálida pelirroja se suavizaron.
―No me importa cuantas mujerzuelas traiga a esta casa ―las lagrimas se acumulaban en sus ojos, pero luchaba por contenerlas―, pero te recuerdo una sola cosa, aun no estoy muerta, que te quede claro ―los tosidos empezaron a aparecer, como siempre, con fuerza, derrumbándola en sus adentros aun estando perfectamente de pie.
―Es eso, los dramas son los que te tienen como estás, vuelve a la cama ―su aire despreocupado era algo que podía fastidiar a mas de una persona.
―¿Dónde está mi hija? ―indagaba ella, ignorando sus comentarios irritantes.
―… ―la ignorancia se hizo presente por parte de todos.
―Nikolai ¿Dónde está mi hija? ―los carraspeos se volvieron a manifestar, cada vez eran más secos y más agitantes, pero eso no evitó que sonara autoritaria en su pregunta, enfatizando en cada palabra.
El pelinegro bufó dándole la espalda y señaló hacia el bosque, con tranquilidad―Hace lo que tú hace mucho no haces, servir para algo
Los insultos de su marido eran simplemente lo que menos le importaba sabiendo que su hija se encontraba deambulando por el peligroso bosque; divisó hacia todo cuanto pudo y sus nervios causaban que su vista se volviese borrosa― ¿Que había en esa jaula? ―sus opacos ojos azules fueron a parar al hombre con la caja de abarrotes plateados.
―Un gato ―el ojiazul sonrió ante la ironía del asunto.
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Editado: 08.05.2020