El Origen del Mal

Capitulo siete

        

 

 

 

        El rubio apareció de pronto, en el tan esperado y brillante automóvil negro alquitrán de siempre, repentina y convenientemente.

       Frenó de golpe, haciendo las ruedas chirriar contra el pavimento, hasta levantar un poco el polvo. Salió de él dejando la puerta abierta detrás, eso era lo que menos importaba, sacó su arma y empezó a apuntar hacia todas partes, pero no había nada, ni nadie, solo ella, paralizada y perfectamente de pie.

        Había escuchado más de una vez que todo se encontraba en la mente, y no lo dudaba; que los sentimientos, las creencias, los pensamientos estaban todos siendo procesados en el cerebro y que de él dependía todo lo demás, incluyendo la sensaciones. Parecería raro, pero uno de los temas de conversación que había escuchado muy de pequeña en su casa era, como se sentía ser apuñalado, o recibir un disparo. No era precisamente el tema de conversación para una cena familiar, o en el caso una reunión de colegas, pero la palabra “raro” era algo que en realidad no cobraba sentido para ella, pues era una palabra llena de relatividad, para algo ser raro debe sobrepasar a lo normal, para bien o para mal, pero, ¿Y si lo raro era para ella lo normal?

         Mencionaban que recibir el impacto de una bala podía llegar a ser completamente indoloro, claro que cuando se trataba de uno desprevenido. Que era una sensación fría, pero nada molesta en lo particular, al menos no hasta que los ojos viajaran hasta el sitio y lo vieran, alarmando al cerebro e informándole de inmediato que algo no andaba bien. Aquellas palabra eran reales, ese estaba siendo su caso.

        El estruendo la había dejado estupefacta, tan cercano y combinado junto con aquel inquietante estallido de rayo. El mundo parecía circular muy lentamente, hasta que sus ojos azul añil hicieron un recorrido hasta su hombro, que no dolía, pero si se sentía frio, y tenso, casi como hielo, a la vez su brazo pasaba a dejar de existir, simplemente a no ser algo casi palpable.

        La sangre descendía por debajo de su blanca camisa, manchándola en una línea que se hacía cada vez más y más amplia, el rojo concentrado hizo a sus pupilas dilatarse, no podía dejar de observarlo, pero se notaba tan anonadada que parecía no sentir nada en lo absoluto, el ojiverde lo estuvo por un diminuto instante por igual, pero no dudó en abalanzarse.

         De niña, sus llantos eran tan dulces que, cualquiera quisiese hacerle llorar con tal de escucharlos. En ocasiones solía cortarse accidentalmente o tal vez de forma intencional con las espinas de las rosas en el jardín al meterse entre ellas, creando en sus dedos unas finas líneas de sangre, casi invisibles.

         Esta vez era distinto completamente, no era una línea casi microscópica, se trataba de una herida por donde la sangre brotaba a mares, sin control, sus gritos podían escucharse a kilómetros de distancia, su sudor había empapado su rosa y su cabello, y a la vez se confundían con las lagrimas que emergían de sus ojos. Cypriám no parecía tan alarmado, pero igualmente sudaba a cantaros, haciendo que su melena rubia se le adhiriera al cuello.

         Salió del auto lo más rápido que le fue posible, lo rodeó en un santiamén, con el traje ensangrentado y hecho un desastre; abrió la puerta del copiloto y cargó a la jovencita en brazos, quedando casi ensordecido por sus gritos inconsolables.

          ―¡Traigan a Hopkins! ―soltó el ojiverde inmediatamente abrió las compuertas de la casa con su cuerpo, estampándolas de las paredes con el impacto, Masha Biermann y Leónidas Soloviov salieron de la cocina alarmados, la pelinegra corrió al estudio de Nikolai mientras que el pelirrojo cogía a la chica en brazos.

        Cada movimiento era simplemente el resumen de un infierno en toda la parte derecha de su cuerpo. Los brazos de su hermano mayor no eran sus preferidos, tampoco los más cálidos o acogedores, pero en ese momento cualquier cosa era buena.

         Nikolai Soloviov salió como fiera de su estudio, con un arma en manos, una grande y gruesa, no dudó en quitar el seguro de inmediato, pasó por junto a su hija sin darle siquiera una mirada y apuntó directamente a la frente del ojiverde que se quedó quieto, solo mirándole, retante.

         Quería pararlo, pero se encontraba perdida, y si nunca había podido detenerlo antes, mucho menos lo haría ahora. El pequeño salto en cada peldaño para llegar al segundo piso era la sensación de una puñalada en el mismo sitio, el dolor se aumentaba gradualmente, sin poder convertirse en algo soportable, sino todo lo contrario. Jadeaba en el pecho del pelirrojo, buscando bocanadas que no parecían ayudarla en nada, hasta que su vista se tornó borrosa y se transformó en la completa oscuridad de la muerte.

         Las imágenes iban y venían con una rapidez tal que no alcanzaba a distinguir de que se trataban, pero, aun así, sabía muy bien donde estaba, o al menos su espíritu, su espíritu de los nueve años.

         Los pasillos de esa casa eran distintos, más cálidos y alegres, aunque se trataran de una mentira, pero esta vez estaban hablando sin falsedades, siendo fríos y aterradores, como debían de ser. El rechistar de la puerta siempre era alarmante, claramente para una pequeña con temor a los muertos más que a los vivos, sin saber que debía de ser todo lo contrario.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.