El Origen del Mal

Capitulo cuarenta y uno

 

 

 

Cypriám

        Puedo confesar y declarar por mí mismo el hecho de que me he convertido en nada más y nada menos que un observador. Entre los escoltas de la casa he pasado a ser el más solicitado y de alguna manera el más confiable, aunque ese hecho ya estaba claro cuando los pies de Nikolai aun pisaban estos suelos. En realidad, las únicas intensiones de Leónidas al tenerme tan al tanto de todo es el mantenerme ocupado, solamente para que me olvide de cualquier intento absurdo de lo que sea.

         Las semanas se han ido en un santiamén, pero en ese transcurso me ha sido imposible ver a mi hermana, a mi sobrino o a su esposo. Mi presencia es ahora detestable para ellos. La negación de Laika nos ha preservado atados a este lugar, y es posible que a este ritmo nos mantengamos de tal manera un largo tiempo.

        He intentado hablar con ella, hacerla caer en cuenta de que ya no existe nada que podamos hacer para remediar este desorden, o al menos eso es lo que Leónidas suele recordarme constantemente, pero se niega a aceptar tal cosa, se niega a salir por las puertas conmigo y no con ella, no con el hermano traidor, sino con Agatha, la niña llorona que en su momento no quería ni ver.

        Al menos me alegra saber que están todos a salvo. He hecho lo que he tenido que hacer, y voy a repetir tales palabras hasta que el abrumador sentimiento de culpa, que viene a mi cada que sus chillidos resuenan en mis oídos, desaparezca definitivamente.

         Creí que las cosas irían mejorando al pasar de los días, pero eso definitivamente no es lo que está ocurriendo, de lo contrario, creo que cada vez el odio dentro de estas paredes es más palpable.

        Hoy en particular la casa es un caos, vigilo a Hopkins en uno de los baños centrales, mientras que trata de supervisar sus heridas. Heridas causadas por la salvaje chiquilla en cautiverio, que parece no ser tan chiquilla ahora. De hecho, no quiero pensar en ella, se me eriza la piel y mi pecho se tensa.

         Inconscientemente trago saliva al pensar en cuales eran los propósitos de Hopkins para con ella, desgraciadamente, ser los ojos y oídos de este lugar puede ser más crudo de lo que se imagina. Leónidas ha ordenado la extirpación del bebé que lleva Agatha en su vientre, suena desgarrador solo decirlo, incluso solo pensar en tal crueldad. Por los moretones, arañazos y la mordedura que casi deja a Hopkins sin oreja, se resalta que su respuesta a ha sido clara ante tal decisión.

          De ella he sabido poca cosa desde la última vez, solo acompaño a Leónidas hacia la puerta y le espero hasta el momento que decide dar por terminada lo que él llama su lección. En ocasiones le he llevado algo de comida, pero no tengo permitido ir más allá de la entrada, y eso me alegra, pues no quiero ni pensar en su aspecto actual luego de sus días de cautiverio. Aunque lo hago, es exactamente lo que en las noches no me deja dormir.

         Sin darme cuenta me he perdido en mis pensamientos y el doctor espera alguna reacción de mi parte. Me reincorporo de inmediato para acompañarle a la puerta, es mi deber saber quién entra y sale, cuándo y por qué lo hace, recibir órdenes, cumplir al pie de la letra con esas órdenes y admito que empiezo a fastidiarme al respecto. Lo único que deseo es salir de aquí.

          Lo veo subirse a su auto manteniéndome de pie en la línea que divide la casa del exterior, mis ojos atinan en como las grandes rejas de metal negro se abren y tres autos blindados empiezan a avanzar. Me extraña la aparición, y aunque angustiado, levanto la barbilla y declaro la llegada como una visita sorpresa.

         Hopkins desaparece, pero mi mente está enfocada en los tres autos que se estacionan. Un hombre, un guardia, sale del automóvil de en medio y se aproxima para abrir la puerta de pasajero, pero esta se abre mucho antes de que siquiera él llegue a posar los dedos en el manubrio.

        El señor sale del auto con un bastón negro acompañándolo, aunque por la velocidad y la viveza con la que se acerca no parece depender demasiado de él. Lo reconozco al instante y estoy seguro de que mi gesto se aproxima a la sorpresa.

        Llega a mí en unas cuantas zancadas y sus escoltas se esfuerzan por mantener el ritmo de su andar. Me visualiza un momento, me siento como si estuviera delante de un fantasma, su presencia era algo que había dado por perdido, junto con todo lo demás. Hago un saludo reverente con la cabeza, lo responde apenas con una fría mirada y pasa de mí.

         Me giro para visualizar sus movimientos, los demás empleados que rondaban por la sala se quedan atónitos ante su aparición. Él visualiza los alrededores como si fuera la primera vez que pisa el sitio y aprieta el bastón mientras tensa la barbilla.

         ―¡Leónel! ―grita, su voz ronca pero imponente inunda el cuerpo de toda la casa y sus habitantes. De Michail Soloviov era lo menos que se podía esperar.

  ✽ ✽✽ 

Leónidas

        La poca luz que traspasa entre las cortinas es muy gris como para observar con mucho detalle, pero no necesito demasiada de ella para apreciar su piel pálida y sudada debajo de mi cuerpo.

         Mis movimientos dentro suyo son marcados, choco contra su interior y el calor de sus paredes amenaza con volverme loco, aprieto mis ojos con la cabeza gacha mientras mis dedos se clavan en su espalda baja. No voy a aguantar más tiempo, mis gruñidos me dejan en evidencia.

        Abro los ojos lentamente para darme cuenta de que su rostro está medio ladeado hacia mí, con una mirada meticulosa en mis movimientos y una burlona sonrisa ahogada que me provoca devolverle el gesto con algo más de malicia en él. Me paso la lengua por los labios y me dispongo a remarcar el ritmo, con aun más profundidad, si es que eso es posible.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.