El Origen del Mal

Capitulo cuarenta y cinco

 

 

 

Leónidas

       ―Juro que voy a cortarte los malditos dedos

       River mira hacia mí, sentado sobre la cajuela del auto. No deja de chocar el llavero de un lado a otro, me enloquece. Se ríe un poco.

       ―¿Nervioso?

       Me cruzo de brazos y recargo mi espalda contra la puerta del conductor.

       ―Vete a la mierda

       Se vuelve a reír―Como digas ―asiente con la cabeza, burlándose―. ¿No crees que ya deberíamos irnos? Si Michail nos ve aquí perderemos la jodida cabeza, y soy muy atractivo, sería una terrible pérdida para la humanidad.

       Me limito a solo ignorarlo o podría perder mi paciencia, y él más que el espacio hueco que hace llamar cabeza. La espera se ha vuelto tortuosa, a eso le atribuyo mi mal humor.

       ―¿Qué te asegura que Ebba lo hará? ―vuelve a darle vueltas al llavero alrededor de su dedo.

       ―Solo lo sé, ella lo hará ―estiro mi cuello de un lado a otro hasta que mis huesos crujen.

       River suelta un bufido y justo en ese momento las hojas de escuchan quebrar no muy lejos de nosotros. Ambos nos miramos de inmediato. River salta de la cajuela, antes de que sus pies toquen suelo siquiera ya ha sacado el arma y le ha quitado el seguro. Yo hago lo mismo.

       ―Mierda, nos descubrieron ―susurra acojonado. Levanto mi dedo en señal de que haga silencio.

       Mis ojos viajan de un maldito lado a otro, pero la noche está cerca de caer por completo y apenas puedo ver cualquier cosa. Las ramas y hojas secas se rompen cada vez más cerca, no tengo muy claro hacia dónde apuntar, River cubre mi espalda.

       El rostro de Ebba aparece de entre los árboles y puedo respirar al fin. Maldito Michail, me las va a pagar, nadie volverá a hacerme sentir inseguro y con miedo, mucho menos ese viejo de porquería.

       Resoplo, River se relaja mientras Ebba viene enérgica hacia mí. Su puño se estrella contra mi rostro antes de que pueda sacar cualquier palabra de mi boca.

       ―¡Eres el diablo! ―escupe sobre mi cara mientras me relamo el labio sangrante.

       River se ríe casi en una carcajada.

       Mi mano va a parar en su delgado cuello, sentido mi frente latir de ira y todo mi rostro inundarse de calor.

       ―¿Ahora de qué diablos hablas? ―pregunto. Aun en su situación se atreve a soltar manotazos y patadas en dirección a mí.

        ―Tú...

       River medio sonríe―Quizás sea solo idea mía, pero creo que si dejas de romperle el cuello pueda decir algo ―Giro velozmente mi cabeza hacia él y lo apuñalo con la mirada, con unas ganas furtivas de hacerlo de forma figurada.

       A pesar de eso, la suelto. Cae de rodillas al suelo mientras que se acaricia el cuello y trata desesperadamente de hacer llegar aire a sus pulmones. Me cruzo de brazos y me vuelvo a relamer los labios sin quitarle los ojos de encima.

        ―Habla, ¿Qué pasó? ¿Qué idiotez hiciste, Ebba? ―Pregunta River sin moverse de su ligar.

        Ebba me mira con las cejas juntas cuando al fin para de toser.

        ―Hice todo, hice todo lo que me pediste, al pie de la letra ―la voz le tiembla―. Ese fue mi error...y ahora, otra vez volví a hacer algo terrible por ti, sin pararme a pensarlo. ―su boca se aprieta y tensa el cuello con ta de contener los llantos―. No sé qué es ese poder que tienes para volarle la mente a todos, pero eres un monstruo ¡Maldito!

        Se abalanza contra mí al momento en el que descaradamente formo una media sonrisa de satisfacción. Está enloquecida en dirección a nosotros, pero también está demasiado consternada como para que sus reflejos le sirvan de alguna cosa.

        Desde siempre reconocí esa capacidad como un don, aunque no se tratara en nada sobre eso. Siempre me ha resultado sencillo manejar a la gente, a toda, en especial a la débil, puesto que la mayoría de las veces, sus puntos débiles no son más que yo mismo.

       Muevo mi cuello de un lado al otro y mis huesos crujen, Ebba me alcanza y comienza a dame con sus manos sobre el pecho, manchándome la camisa de tierra y manteniéndome contra una de las puertas del coche. Vuelvo a medio sonreír.

        Cuando me escapo de sus manos y le permito ver dentro del auto, se queda congelada.

        Pasan unos segundos hasta que jala el manubrio desesperadamente sin conseguir nada. River baja de donde estaba antes, le señalo el otro lado de la puerta y él ya sabe lo que tiene que hacer.

        Abre la puerta y saca al niño en los brazos, que sigue dormido.

       ―¿Por qué está aquí? ―aun en la oscuridad es claro como la piel de Ebba se convierte en un témpano de hielo.

        ¿No puede salir a dar un paseo con papá? ―me cruzo de brazos.

        Ebba traga saliva fuertemente, me hace gracia, puesto que he visto tanto esta reacción por parte de quienes me tienen en frente, que se ha convertido en un maldito chiste.

       ―Leonel, por favor, dámelo ―habla en voz baja, y muy lenta, como si estuviera cuidando cada silaba que sale de su boca.

        Las lágrimas empiezan a salir, de inmediato se me borra la sonrisa. Que la gente llore me enfurece, que la gente crea que llorar todo lo resuelve, que la gente exponga su debilidad al mínimo pellizco es como lo más patético. Y siempre que estoy cerca alguien llora, siempre que estoy cerca a alguien le duele.

       Comienza a caminar en dirección a River―Leónidas, por favor, no le hagas daño ―suplica.

        Extiendo mi brazo antes de que pase de mí, colocando mi mano sobre su vientre. No ejerce ninguna fuerza contra mí. La acerco hasta tenerla en frente y me mira a la cara con sus ojos cristalizados.




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