El Origen del Mal

Cuarenta y seis

 

 

 

 

Agatha

       Apenas alcanzo a llegar a la puerta de la cocina que da al exterior, entre tanta agua que cae del cielo es un milagro andar sin quedar varada en la oscuridad. La puerta se abre en un lento pero estruendoso chirrido, que me pone los pelos mojados de punta.

       Camino con mucho cuidado y el único ruido por mi parte son mis pasos enlodados.

        Todos están muertos, justo como Cypriám me lo ha dicho antes. Hay cuerpos tirados en el corredor y el sitio se ha vuelto como una cueva húmeda y tenebrosa. Una escena sacada sin duda de mis más profundas pesadillas.

        Nunca había sentido que este lugar fuera tan grande y tan confuso hasta este momento, me siento perdida, como si jamás hubiese caminado por estos pasillos en mi vida.

         Me acerco a cada puerta con el mayor silencio posible, pero cada una rechina más que la anterior. No hay nadie a medida que inspecciono, al menos no vivos. Subo las escaleras y ese dolor espeluznante vuelve a hacer que mi vientre se contraiga. Me desplomo por un momento, aunque logro sostenerme del pasamanos antes de tocar suelo.

         Respiro suavemente en el intento de calmarme, lo logro, pero realmente me cuesta.

        Abro los ojos con la vista hacia mis pies, la brillante luz de un rayo me hace darme cuenta de que hay una gran mancha mojada que sube por las escaleras, como si algo fue arrastrado por ahí, lo que no dudo.

       Sigo el rastro con el arma apuntando hacia adelante, decidida a volarle la cabeza a lo primero que se me pare en frente, pero me detengo en seco cuando noto que el rastro llega hasta mi cuarto.

        Trago saliva tan fuerte que casi podría rasgarme la garganta desde adentro. Mis pies se mueven lento sobre el suelo casi inundado de agua, mi corazón salta y todo mi cuerpo se estremece cada que el sonido de los rayos inunda hasta el último rincón del lugar.

        Mi cabeza se gira de inmediato hacia la dirección contraria a la que me dirigía en cuanto la puerta rechina en mis oídos. Trago saliva y sostengo el arma con la firmeza con la que nunca lo había hecho antes, al mismo tiempo con el temor más abrumador de toda mi vida.

        La puerta a varios pasos de mi cuarto está hasta donde puedo apreciar abierta, y no lo estaba hace medio segundo. Lo he notado, porque es nada más y nada menos que el cuarto de mi maldición, de mi hermano, de Leónidas.

        Otro maldito rayo ilumina el cielo justo cando estoy delante de la boca del lobo. La ventana está abierta de par en par y las cortinas vienen y van al antojo de las lluvias torrenciales, al igual que los latidos de mi corazón, que se detiene por cierto instante cuando me asomo a la puerta del baño.

        Nada, no hay nada tras esa puerta.

        Tomo aire, dándome cuenta de que hace varios segundos que nada entraba por mis fosas nasales. Suspiro de alivio.

        ―Bienvenida a casa ―su aliento me acaricia tras la oreja como el tacto húmedo y escamoso de una serpiente.

        No alcanzo a reaccionar lo suficientemente deprisa como para evitar que me sostenga fuertemente del cabello y me lleve directo al suelo. Mi espalda impacta contra la alfombra sin ningún inconveniente. Apenas chillo ante el dolor. He sentido peores.

         ―Creí que eras más inteligente y que escaparías cuando aún tenías la oportunidad, perra llorona ―Masha me vuelve a levantar de la misma manera en la que me ha tirado, aparentemente solo por entretenimiento.

        Mi cabello aun empapado se quiebra bajo sus dedos, estampa mi rostro contra el suelo, ya no sé hacia dónde ha rodado la pistola, pero no está a mi alcance, mucho menos con esta nube densa de oscuridad.

         Mi nariz duele y siento que sangra, porque saboreo la sangre que empieza a mojarme la boca. Ese sabor metálico se me ha hecho tan familiar que me enfurece.

         Su risa maquiavélica es insoportable. Me mantiene sostenida del pelo mientras su pie entaconado me obliga a quedarme de cara al suelo, humillada, sometida. Nunca más. Mucho menos por este fantasma sin valor, siempre deambulante en los pasillos de esta casa, sin misión o algún propósito de ser, solo es. Es nada.

         Chilla cuando mis uñas se le incrustan en la piel, eso es lo suficientemente bueno como para hacerla desconcertarse un poco, pero no como para hacerla caer.

        ―Maldición ―gruñe antes de mirarme a la cara mientras me levanto. Se observa la herida por cierto instante y maldice entre dientes―, idéntica a tu madre, siempre tratando de ser la heroína. Abigail, rebelde hasta su último aliento. Que patético que fuera una enfermedad lo que la matara.

        Mis dientes chocan unos con los otros. No es quien, para mencionar su nombre, me carcome la idea de que dentro de su mente está la imagen de mi madre más clara que en la mía, y me imagino el placer que ha de sentir al tener el recuerdo de verle agonizando hasta su último suspiro. No tiene derecho.

         Una lucha empieza entre nosotras cuando me abalanzo contra ella, creo que ese impulso que suele lanzarme hacia el peligro jamás me va a abandonar, ese deseo por luchar y a la vez por esconderme en lo más profundo de la tierra.

       Me sostiene de los hombros hasta empujarme hacia la puerta del baño, que se fragmenta contra mi cuerpo con el impacto. No suficiente con eso, una patada de tacón se dirige directo hasta mi vientre. Acepto el golpe con mis manos con tal de cuidar al ser que dificultosamente se anida en mí. Está claro que no soy un buen hogar.

       Trato de levantarme lo más rápido que puedo. Chillo al darme cuenta del agujero profundo que ha causado su tacón en la palma de mi mano. Aprovecha mi despiste para patearme con la punta de su zapato justo bajo la barbilla.




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