-Señorita Robinson, ya puede salir-avisó la profesora Clayton desde su pequeño escritorio.
Ese día había estado bastante distraída, no me pude concentrar en ninguna clase. Estaba sentada en mi pupitre observando mi cuaderno con detenimiento, mientras mi barbilla estaba apoyada en mis manos. Ya habían dejado salir a la mitad del salón.
Me limite a asentir y enseguida tomé mis cosas, para después salir del salón de clases.
El viento fresco impactó contra mi rostro haciendo que mi cabello sumamente negro y largo volara hacia atrás y unos cuantos cabellos llegaran a mi boca. Rodeé la cancha de deportes a paso rápido. Mi amiga Vania no había asistido, por lo que me la pase sola todo el día lo que hizo que me preocupara, ya que era rara la vez que ella faltaba y lo más extraño es que no me había avisado nada.
Salí de la pequeña escuela y me adentré entre las casas, por un camino que da hasta un pequeño arroyo, por el cual debo pasar para llegar a mi casa. Bajé por otro sendero, estaba rodeado por árboles, y llegué al pequeño arroyo, el cual tenía unas cuantas piedras para poder cruzar.
Primero brinqué en una, pude observar el agua completamente cristalina, con piedras en el fondo y algunos peces pequeños. Brinqué como pude en otra, la mochila pesaba demasiado, lo que me dificultaba saltar. En la última piedra brinqué al suelo y me salpicó un poca de agua. Subí una costa baja y llegué a mi casa.
Era una de las residencias más grandes en el pueblo, estilo colonial, demasiado amplia por dentro y además contaba con varios corrales atrás de ella; nunca había tenido la curiosidad de preguntar por qué los hay, porque de hecho no teníamos ningún tipo de animal y mis padres se habían negado a adoptar o comprar siquiera un perro, gato o conejo.
Entre por la puerta de la cocina y ahí se encontraba mi madre frente al lavaplatos; donde el sol entraba por la ventana que daba a la calle.
- ¿Como te fue querida? -preguntó mi madre secándose las manos con un trapo amarillo y volteándose hacia mí.
Cerré la puerta y colgué la mochila en un banco, para después sentarme en él.
-Bien, solo que Vania no asistió hoy-contesté recargando mis codos en la isla de la cocina y sosteniendo mis mejillas, con mis manos.
Mi madre aún lucia muy joven, siempre con su cabello castaño recogido en una cola alta, sus ojos me hacían recordar al océano, eran sumamente azules y combinan de maravilla con su labial coral de siempre.
-Oh, la señora Miller me comentó que Vania amaneció enferma, pero que en cuanto se recupere te llamará para que no estés con el pendiente-comentó.
Los Miller siempre habían sido muy amigos de la familia, a Vania la consideraba como mi hermana, era la única amiga que tenía, los demás eran simplemente conocidos.
-Ya vengo, voy a dejar mi mochila-avisé mientras me bajaba del banco y tomaba mi mochila.
Salí de la cocina, recorrí la gran sala para poder llegar a mi habitación. Entre en el gran dormitorio y encendí la luz, la cual saturó un poco mi vista.
El hecho de ser hija única me gustaba y me desagradaba. Me gustaba porque la atención de mis padres era completamente mía, tenía una gran habitación, más regalos en mi cumpleaños y navidad, pero me desagradaba porque a veces solía sentirme muy sola y mirando al vacío pasaban lo minutos sin más que hacer.
Dejé mi mochila en la silla frente al escritorio y antes de volver a la cocina me miré en el espejo de cuerpo completo, me acerqué aún más para poder apreciar lo único que me hacía sumamente diferente a los demás: mis ojos. Uno color café bastante obscuro, casi negro y otro azul verdoso, pero muy claro, casi blanco. Mis pestañas largas y chinas pegan en mis cejas delineadas.
Salí de la habitación y me dirigí a la cocina, cuando entre el olor a caldo de pollo, -la especialidad de mi madre-, impactó mis fosas nasales, haciendo que tomara aún más aire.
-Siéntate, ya está servido-anunció la castaña sentada en uno de los tres bancos, en la isla de la cocina.
Enseguida me acerqué y me senté al lado de ella. Siempre comíamos solas, excepto los domingos que mi padre tenía día libre en el trabajo. Ser el encargado de que el agua llegara a todo el pueblo sí era algo cansado y llevaba su tiempo.
El plato se veía muy apetitoso, despedía un olor exquisito. Después de terminar de comer mi madre salió a comprar comida para la semana y me quede sola. Estaba lavando los platos y tocaron la puerta de la entrada de la cocina, -había otra en la sala-, cerré el grifo, me sequé las manos y me dirigí hacia la puerta. Al abrirla no había nadie, me asomé, pero no había rastro de persona alguna.
Antes de cerrar la puerta me di cuenta que había pisado algo, me agaché y la tomé: era una carta, estaba cerrada con un sello de color violeta, el cual tenía una "A" y también tenía una flor morada, al parecer recién cortada porque no estaba seca. La observé detenidamente y la comencé a revisar por fuera, no había remitente, pero si destinatario y era para mi "Regina Robinson". Me senté en un banco frente a la isla de la cocina y abrí el sobre de la carta. La desdoble y la caligrafía de lo escrito era sumamente perfecta, con letra cursiva y legible.
Regina:
Cuídate, te está vigilando, no puedo hacer mucho por ti, más que advertirte.
Desconfía de todos, nunca salgas sola y sobre todo siempre revisa a tu alrededor, tu vida depende de ello.
Al leerlo me confundió mucho, pero lo analicé y llegué a la conclusión que no era más que una broma de mal gusto, porque ¿Quién me podría estar vigilando? ¿Con qué finalidad?
Dejé la carta en la isla de la cocina y seguí lavando los trastes. Al terminar tomé la carta, entre en mi habitación, con la finalidad de guardarla en un cajón del escritorio.
Editado: 28.07.2021