Isidoro sintió el golpe, no solo por la pregunta final de Mariel, sino, y, sobre todo, por su presencia, por su reaparición. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué se puso nervioso al verla? ¿Por qué se excitó cuando se tomaron de las manos y cuando sus bocas casi se rozaron? Isidoro sabía la respuesta, pero se hacía el tonto; sabía exactamente lo que le pasaba. Era evidente que aún amaba a Mariel y que poco importaba su aspecto actual, nada de eso importaba. Por su cabeza pasaba el cuerpo perfecto de Jordana y, a continuación, el físico gastado y descuidado de Mariel. Y ganaba Mariel porque el amor no es una atracción física ni una cuestión visual; el amor es ciego de verdad, el amor es inexplicable, aunque todos sabemos que es y que se siente. Pero no existen palabras para describirlo. Isidoro quería pensar en otra cosa, pero Mariel aparecía en su mente; Isidoro quería pensar en Jordana, pero no podía. Todo era Mariel, Mariel y Mariel.
Pero ahora lo que más lo preocupaba era Rufina, le preocupaba que le hable a su madre de la visita de Mariel. En el fondo, sabía que era imposible que la nena no hablara del tema, justo cuando estaba yendo a la habitación de Rufina, sonó el timbre. Por un momento pensó que era Mariel, pero descartó la idea de inmediato pensando en lo orgullosa que era. Solo me queda ir a la puerta para despejar dudas, pensó. Fue hacia allí, miró por la mirilla y no veía nada, alguien la había tapado el agujerito. Preguntó quién era una y otra vez, hasta que sintió una sonora e inconfundible carcajada. Abrió la puerta y se dieron un abrazo interminable con la tía Rosa.
— ¡¿Qué hacés por acá?! Te hacía en Europa.
— Bueno, extrañaba; a vos, a Rufina, al barrio, a Buenos Aires.
— ¡Qué bueno que viniste! Llegaste en el momento justo.
Tía Rosa lo miró de arriba abajo, encendió un cigarrillo y se fue directamente a sentar a la mesa del patio. Ya presentía algún lío.
— Isi de mi vida, en que quilombo te metiste ahora. Tenés un buen laburo, una buena mina y una hija sana y preciosa, ¿qué pasó?
Isidoro la miró como cuando era un niño, con esa picardía inocente y, a la vez, culposa.
— ¡No! ¡Ya me la veo venir! Hay otra mina...
Rufina apareció en escena salvando, por el momento, a su papá.
— ¡Tía Rosa! — gritó Rufina con esa naturalidad que solo tienen los niños y fue al encuentro con abrazo y beso incluidos.
— Estás hermosa, Rufina. Cada vez más parecida tu bella mamá — le dijo tía Rosa mientras le acariciaba la carita.
Entonces le dio unos juguetes que le había traído de regalo y Rufina se fue a su cuarto a jugar.
— Contame — le dijo tía Rosa a Isidoro.
Isidoro le contó la visita de Mariel, mientras tía Rosa hacía una y mil caras, no podía creerlo.
— Pero no podés ser tan boludo, sobrino. La mina se fue con ese Copitelli, te ninguneó, te quería como amigo y aparece después de diez años para histeriquearte.
— Yo entiendo todo eso, pero lo que siento es de verdad.
— ¡Qué va a ser de verdad! Vos la tenés idealizada porque nunca lograste estar con ella más allá de algún polvo, es eso.
— No, la pienso, la extraño. La deseo.
— Dejate de joder, Isi. Fijate la mina que tenés, yo la veo y dudo de mi heterosexualidad.
— Pero no todo es lo físico...
— Yo te hablo de lo físico y de todo; Jordana es buena mina y buena madre; la otra es una turra que te va a destruir. Despertate.
Isidoro no entraba en razones. Para cambiar de tema preguntó por Don Tránsito.
— Ahí anda mi viejito, se quedó en el hotel. Estaba cansado por el viaje. Son muchas horas.
— ¿Sos feliz? – le preguntó Isidoro con cierta malicia.
— Claro que sí. Soy feliz porque siempre elegí serlo, y Tránsito me hace feliz también.
— Por la plata – le dijo incisivamente Isidoro.
— No seas irrespetuoso.
Isidoro le pidió disculpas. Tía Rosa las aceptó.
— Te hago una pregunta con todo respeto, tía.
— Decime.
— ¿Vos no serías más feliz con Jorge?
A la tía Rosa se le llenaron los ojos de lágrimas, se prendió otro cigarrillo y le echó una mirada como para fulminarlo.
— Eso es lo que no entendés, Isidoro. El amor no es solo una cosa. Me refiero, no es solo lo que sentís al principio, no es solo sexo, no es la plata, no es comodidad. Es un poco de todo. ¿Vos te imaginás mi vida con Jorge? Yo no. Fue lo mismo que vos con Mariel: buenos polvos, idealización y ya.
Isidoro la miró con desconcierto, no podía creer que tía Rosa, la romántica, le hablara de esa manera casi fría y distante con respecto al amor.
— Pero, y el amor, y el romanticismo… ¿dónde quedó?
Tía Rosa lo miró con un poco de sorna y un poco sobradora.
— Cuando querés romanticismo, prendete unas velas, hace una buena cena, un buen vino, un buen champagne y una buena revolcada. No falla.
Isidoro la seguía mirando con asombro.
— Y si no, Isi, ponete a ver una película de Hugh Grant. Bienvenido al mundo de los adultos, bienvenido al mundo real.