El otro ayer

G

Nunca más supo de ella, habían pasado unos cuantos años —perdía la cuenta―. Mientras pensaba el total de ellos. Aproximó su cuerpo a la ventana y los rayos del sol veraniego impactaban en su camisa blanca. Hacían relucirla y brillar como una piedra preciosa. Buscó entre su bolsillo un cigarro y le dio fuego, mientras rememoraba su estancia con aquella mujer espectacular —me encanta abrazarte―. Recordó por su mente como una parte especial de una película y con otra escena la sonrisa de ella.

Dio una calada y el humo salió despacio. Lo vio irse entre el ambiente. Su cuerpo hacía un solo movimiento y era el de llevarse el cigarrillo a sus labios entretanto la otra mano se refugiaba en el bolsillo de su pantalón.

No tenía zapatos puestos. Los pies respiraban libres y se presentaba ante el sol y el calor.

Su cara mantenía una expresión neutra. Reflejaba una barba a medio salir, el cabello bien peinado. Negro y brillante. Los ojos marrones observaban el horizonte, tratando de mover los edificios y buscar un más allá.

Su mente volvió a inmortalizar a esa mujer. Su cuerpo, su aroma, sus piernas, sus poses, la forma de mirar, caminar, sonreír, hablar, comer y hasta masticar. Hizo recordarle todo y sintió un temblor, sintió que las piernas le fallaron. Los nervios jugaban con él y en ese momento la boca se le cubrió con un sabor amargo.

Cerró los ojos y suspiró allanado por la desgracia. Prensó sus labios y creyó perder el equilibrio. Puso las manos en el balcón para poder sostenerse. Masticó ese áspero momento como si estuviera esperando el apocalipsis. ¡Maldita sea tanto remordimiento! —se escuchó a duras penas―. Y levantó la mirada.

Las preguntas fueron para sí mismo: «¿Qué estará haciendo?» «¿Se encontrará bien?» «¿Piensa en mí o en otra persona?». No supo responderse ni encontrar respuesta ni recibir una por alguien, por algo.

Regresó el cigarro a sus labios. Inhaló y al ver el humo nuevamente se dio cuenta que la amaba. ¡Sí, la amaba como un loco a su locura! Como el ave a la libertad, como el banquero al dinero. La amaba pero su mente se hundió en desdicha cuando caviló sí ella lo amaba igual que él.

Botó el cigarro y entró hasta su estudio, se sentó en su sillón favorito. Pasó las manos por su cara y tocó su cabello.

Enfocó su mirada alrededor y se dio cuenta que estaba él abrazado con la soledad.

―Te amo —dijo.

—Yo también ―respondieron.




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