El otro ayer

S

Se cubrió entre sábanas. Su cuerpo estaba desnudo y simplemente era besado por la seda, que pasaba por su cuello, sus hombros, senos, brazos, abdomen y piernas.

Reclinó su mirada para ver el reloj de mesa. A esa misma hora, él la besaba y le hacía el amor, hacían el amor, —eran las 9:00 am―.

Recordó su aroma, su forma de vestir elegante, su forma de follar y cuando lo abrazaba con sus piernas y él la cargaba con los brazos, —era excelente―.

Después iban al baño, se besaban otra vez y luego le hacía un masaje en el cabello, le lavaba la espalda y le comentaba a dónde sería sus próximas vacaciones.

Ella cerró los ojos y comprimió sus labios. Encogió su cuerpo a una posición fetal. Quiso llorar, pero se contuvo. Buscó el vaso con agua que tenía en la mesita de noche. Ya era costumbre ponerlo allí, él se lo ponía cada noche. Ella había adaptado eso.

Se levantó de la cama y tomó un sorbo pequeño. La luz entró por la ventana e iluminó su traje de Eva. Delgado, blanco, de piel suave y tersa. Dedos finos y arreglados. Labios pequeños, ojos avellana, cabello castaño a la altura de los hombros y pecas que bordeaban su espalda.

Pasó los dedos por su nariz respingada y retiró un mal olor o así rumió —pensará en mí―. Habló con la mente y dudó en moverse. El vaso se le fue de las manos, no pudo llegar al mostrador y descendió al precipicio material de la cerámica. Se partió. ¡Maldita sea! ―se escuchó en voz baja—.

Agarró un toalla húmeda y entre el impulso y el desgano recogió los pedazos como pudo y luego puso el vaso ya muerto sobre la mesa de noche ―Algo que él hubiera refutado—. Pero en ese momento él no estaba y ella no sabía sí los años lo mantendría latente.

Respiró y percibió un leve olor a nicotina. De nuevo le llegó su imagen. Se figuró su sonrisa, en los desayunos sorpresivos e improvisados. En esa madrugada ―que sofocados de alcohol—. Hicieron el amor en una de las playas de Punta Cana.

Regresaron esos sentimientos encontrados y las lágrimas dieron un indicio de fuga. Se contuvo. En sí, no podía borrarlo, no pudo hacerlo y no sabía con exactitud si lo podría hacer.

Se dio cuenta en el fondo de su ser, de su pequeña alma que lo amaba. Que eso que se dijeron una vez mientras caminaban por Stuttgart era verdad.

Lo amaba, pero ¿él sentía lo mismo?

Quería la respuesta en ese momento, porque era un capricho necesario. Lo imaginó con una fuerza colosal. Imaginó su cara y sus ojos marrones mirándola fijamente diciéndole «te amo» y ella respondió:

—Yo también.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.