La alarma sonó a las seis en punto, pero Manuel ya estaba despierto. Llevaba horas mirando el techo, inmóvil, con la sensación de que el tiempo se había vuelto su peor enemigo. No solo por las arrugas incipientes o el cansancio acumulado, sino porque cada día parecía idéntico al anterior.
Treinta y cinco años y nada.
Nada de trabajo estable, nada de familia, nada de amor.
Había querido tanto ser alguien, dejar huella, construir una vida digna de orgullo. Pero la realidad se le escapaba entre los dedos como arena.
Su primer trabajo terminó antes de empezar: lo despidieron en el período de prueba por “falta de iniciativa”. En el segundo, la empresa quebró. El tercero lo dejó agotado y vacío. Con el tiempo, dejó de intentarlo. Se resignó a trabajos temporales, mediocres, siempre esperando que algo mejor llegara, pero nunca lo hizo.
El amor tampoco fue más amable. Su primer gran amor lo dejó con una frase que aún le ardía en el pecho: "No veo un futuro contigo." La segunda relación fue peor: celos, inseguridades, silencios que se volvieron muros infranqueables hasta que un día ella simplemente desapareció de su vida. La última mujer con la que estuvo le sonrió con tristeza antes de decirle:
—Eres un buen hombre… pero no el hombre para mí.
Y la familia… la herida más profunda. Sus padres murieron en un accidente absurdo cuando él tenía veintiocho años. Un semáforo en rojo, un conductor distraído, y en un parpadeo, la vida les fue arrebatada. Ni siquiera pudo despedirse. Se fueron sin verlo triunfar, sin verlo formar su propia familia. Desde entonces, algo dentro de él se rompió para siempre.
Se levantó con pesadez y caminó hacia la ventana. La ciudad seguía allí, indiferente a su existencia. Coches que iban y venían, desconocidos apresurados, luces de neón parpadeando como si el tiempo nunca se detuviera. Pero para él, sí lo hacía.
—Si tan solo pudiera volver… —susurró, sin esperar respuesta.
Entonces, el dolor llegó.
Primero, un ardor leve en el pecho. Luego, como si un puño invisible le desgarrara el corazón. Tropezó hacia la mesa, derribando una taza de café. El sonido del vidrio al romperse se sintió lejano. Su respiración se volvió errática. El aire pesaba demasiado.
El mundo tembló.
Las luces de la ciudad se desdibujaron en sombras y destellos dorados. La habitación empezó a perder forma. Las paredes se estiraban y se contraían como si respiraran. Las luces parpadeaban, los sonidos de la calle se volvían ecos lejanos, distorsionados.
El suelo desapareció bajo sus pies.
No estaba cayendo.
No estaba flotando.
Simplemente dejó de existir.
Entonces, un murmullo lejano se abrió paso entre el silencio. Voces infantiles. Hojas susurrando al viento. El aroma a pasto recién cortado.
Cuando abrió los ojos, ya no estaba en su departamento.
Estaba en un parque.
El parque de su infancia.
El sol del atardecer teñía el cielo de dorado. Niños corrían a su alrededor, despreocupados, ajenos a su confusión. La brisa era cálida, y todo se sentía extrañamente real… demasiado real.
Pero lo más aterrador no fue el cambio de escenario.
Lo más aterrador fueron sus manos.
No eran las manos de un hombre de treinta y cinco años. Eran pequeñas, suaves, sin las cicatrices del tiempo.
Había vuelto a tener diez años.
Su respiración se entrecortó. Miró a su alrededor buscando una explicación, una lógica imposible que justificara lo que estaba viviendo. ¿Era un sueño? ¿Un delirio?
Pero el viento en su rostro era real. La textura del pasto bajo sus pies era real.
El reflejo en una charca cercana le devolvió la mirada de un niño asustado… pero, por un instante, juraría que algo en el agua se movió de forma distinta a él.
El sol comenzó a esconderse, proyectando sombras largas y oscuras sobre el parque. La risa de los niños se fue apagando, y el viento pareció susurrar algo que solo él podía escuchar.
Algo había cambiado.
Y no sabía si era para mejor… o para peor.