El otro manuel

El niño que recordaba demasiado

El viento fresco de la tarde acarició su rostro. Manuel parpadeó varias veces, incrédulo. Se llevó las manos a la cara, tocando su piel suave, sin arrugas. Sus dedos recorrieron sus brazos, sus piernas más cortas, su ropa infantil.

—No… esto no puede ser real —susurró.

Pero lo era.

El parque seguía igual a como lo recordaba: los columpios de metal, el kiosco con su techo rojo, los niños riendo sin preocupaciones. Podía escuchar a los vendedores ambulantes ofreciendo dulces y globos, el sonido del fútbol chocando contra el concreto, el crujir de la grava bajo sus zapatos.

Un escalofrío lo recorrió.

Algo estaba mal.

Giró lentamente, observando a su alrededor. Todo era idéntico a su infancia, pero había algo en el aire, en la forma en que la luz del sol parecía más tenue, en la manera en que algunos niños jugaban con movimientos casi mecánicos.

Cerró los ojos con fuerza. Si era un sueño, tenía que despertar.

Se pellizcó el brazo. Nada.

Corrió hacia un charco cercano, agachándose para ver su reflejo en el agua. Lo que vio le revolvió el estómago.

Su rostro le devolvía la mirada, pero había algo sutilmente incorrecto. Sus ojos parecían más grandes, más oscuros. Parpadeó varias veces, esperando que la imagen cambiara, pero seguía igual.

Su corazón comenzó a latir con fuerza. Esto no era normal.

Y entonces, escuchó una voz que lo dejó helado.

—¡Manuel! ¡Vamos, mamá hizo tu comida favorita!

Su corazón dio un vuelco.

Giró lentamente y vio a dos figuras acercándose.

Su madre y su padre.

La sangre le golpeó los oídos. Era imposible. Ellos… estaban muertos. Pero ahí estaban, sonriéndole, como si el tiempo nunca los hubiera arrebatado.

Su madre tenía el cabello recogido y la misma mirada amorosa que él creía haber olvidado. Su padre, con su voz fuerte y segura, le revolvió el cabello como siempre hacía.

El nudo en su garganta se volvió insoportable.

—¿Mamá…? ¿Papá…?

Su madre rió y le acarició la mejilla con ternura.

—¡Pero qué cosas dices, mi amor! Anda, ven, o la comida se enfriará.

Su padre le dio una palmada en la espalda.

—Hoy hay milanesas con puré, así que más te vale apurarte antes de que tus hermanos se las acaben.

Manuel sintió que las piernas apenas le respondían. Caminó entre ellos, tambaleándose, sin entender si esto era un milagro o una broma cruel del destino.

Pero entonces, algo dentro de él despertó.

Él recordaba.

No era un niño de diez años. Era un hombre atrapado en el cuerpo de su yo infantil. Sabía lo que iba a pasar. Sabía que en dieciocho años sus padres morirían en un accidente absurdo. Sabía que su vida se desmoronaría, que cometería errores, que acabaría solo.

Pero ahora… tenía la oportunidad de cambiarlo todo.

Al llegar a casa, su hermano menor, Tomás, de apenas cinco años, corrió hacia él y le saltó encima con su energía inagotable.

—¡Manu, Manu! ¡Adivina qué! Hoy dibujé un robot gigante en la escuela. ¡Va a ser un superhéroe!

Manuel miró los ojitos brillantes de su hermano y sintió un dolor en el pecho. En su otra vida, con el tiempo, se había distanciado de él. La vida adulta los había separado y sus últimos recuerdos juntos eran mensajes fríos y esporádicos.

Se arrodilló frente a él, conmovido.

—¿Sabes qué, Tomi? Algún día me vas a mostrar todos tus dibujos y voy a ayudarte a hacerlos realidad.

El niño rió y lo abrazó sin pensarlo.

—¡Eres el mejor hermano del mundo!

La voz de su hermana mayor, Laura, lo sacó de su trance.

—¡Por fin llegaron! Mamá, casi me como las milanesas yo sola.

Manuel rió al escuchar su tono burlón. Laura tenía trece años, siempre con esa actitud de hermana mayor que creía saberlo todo. En su otra vida, ella se había casado joven y se había mudado lejos. Apenas hablaban.

Pero ahora, la veía sentada en la mesa, empujando a Tomás juguetonamente, discutiendo con su padre sobre un programa de televisión. Su madre le servía más comida a todos, con esa sonrisa cálida que hacía que todo pareciera seguro.

Lo tenía todo de vuelta.

El nudo en su garganta regresó.

Comieron entre risas y charlas, pero Manuel apenas probó bocado. No dejaba de observarlos, memorizando cada gesto, cada voz. Su madre notó su mirada y le acarició la mano.

—¿Estás bien, hijo?

Él apenas pudo asentir.

—Sí, mamá. Solo… estoy feliz.

Ella sonrió sin cuestionarlo y le dio un beso en la frente.

No los perderé. Esta vez, haré todo bien.

Pero el destino tenía otros planes.

Esa noche, mientras todos dormían, Manuel despertó de golpe con una sensación extraña.

Como si alguien estuviera observándolo.

El aire de la habitación se sentía denso, como si algo invisible estuviera presionándolo contra la cama. Tragó saliva y se incorporó lentamente.

Y entonces lo vio.

En la esquina oscura de su habitación, una silueta.

Pequeña. Inmóvil.

Era él mismo.

Un Manuel niño, pero diferente. Su piel parecía más pálida, sus ojos oscuros, como si no reflejaran la luz. Pero lo peor no era eso.

Era su sombra.

No coincidía con su cuerpo. Se alargaba y se movía con un ritmo independiente, como si tuviera vida propia.

Un escalofrío le recorrió la espalda.

—No deberías estar aquí —susurró la figura con su propia voz.

El miedo lo paralizó.

—¿Qué… qué eres?

La sombra sonrió de una manera antinatural. Sus dientes eran demasiado blancos en la oscuridad.

—No es tu historia la que debe cambiar… sino la mía.

La sombra comenzó a deslizarse lentamente hacia él.

Manuel intentó moverse, pero su cuerpo no respondía. Algo lo estaba sujetando.

Miró hacia abajo y sintió un escalofrío desgarrador. Otra sombra, más alargada y con dedos delgados, se extendía desde la cama, envolviendo sus muñecas.

La lámpara titiló una vez.

Dos veces.



#327 en Thriller
#146 en Misterio
#121 en Suspenso

En el texto hay: amistad amigos familia

Editado: 13.03.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.