Manuel no durmió. Cada vez que cerraba los ojos, veía la imagen de su reflejo mirándolo desde el otro lado del espejo. No tenía sentido, pero tampoco lo tenía el hecho de que su madre sirviera café en una taza que él recordaba rota desde la semana pasada.
Cuando bajó a desayunar, Laura lo miró con la misma amabilidad de siempre.
—Tienes cara de muerto.
—Gracias —respondió con una cucharada de cereal en la boca.
—No es un cumplido. Pareces un zombi, pero sin la parte interesante de comer cerebros.
—Tampoco es como que los zombis tengan muchas opciones gastronómicas.
Su madre suspiró.
—¿No dormir también es parte de tu nuevo pasatiempo raro?
Manuel ignoró el comentario y miró la televisión. Las noticias mostraban un incendio en un edificio del centro. Las ventanas estaban destrozadas, y el periodista hablaba sobre cómo nadie sabía cómo empezó el fuego.
Algo en la imagen le resultó familiar.
Y entonces lo vio.
En la pantalla, en una ventana rota, apareció algo por una fracción de segundo.
Su reflejo.
Pero él no estaba ahí.
Se levantó tan rápido que su silla cayó al suelo.
—Tengo que irme.
Salió de la casa antes de que alguien pudiera decirle algo.
—¡No olvides la mochila, Einstein! —gritó Sofía, pero Manuel ya estaba demasiado lejos como para escucharla.
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Lo que se refleja y lo que no
En la escuela, Manuel intentó actuar normal. Mala idea.
Cada vez que veía una ventana, un charco o cualquier superficie reflectante, se tensaba. Cada vez que alguien le hablaba, respondía con un “¿qué día es hoy?” que no hacía más que empeorar su reputación.
Julián fue el primero en notarlo.
—Bro, tienes que relajarte. Parece que estás a punto de confesar un crimen.
—¿Qué día es hoy?
—Ves lo que digo.
Clara, sentada a su lado, lo observó con sospecha.
—Si sigues comportándote así, la profe de matemáticas va a pensar que tomaste algo. Y por "la profe", me refiero a mí. Porque en serio, Manuel, ¿estás bien?
Antes de que pudiera responder, algo en la ventana del salón le llamó la atención.
Su reflejo.
No estaba sincronizado con él.
Levantó la mano y señaló algo detrás de Manuel.
Se giró de golpe.
Nada.
Cuando volvió a mirar la ventana, su reflejo ya no estaba.
Clara frunció el ceño.
—Ok, ahora sí me estás asustando.
Julián asintió.
—Si esto es algún tipo de performance artística, avísanos.
Manuel se pasó una mano por la cara.
—Necesito ir a un lugar.
—Si es un psiquiatra, te apoyo —respondió Clara.
Pero él ya estaba levantándose de su asiento.
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El edificio quemado
Después de clases, Manuel no fue a casa.
Tomó el autobús hasta el edificio del incendio.
—No puedo creer que me convenciste de venir —murmuró Julián, a su lado.
—Me debes veinte pesos —respondió Manuel, trepando una reja para colarse.
—Esto es ilegal.
—¿Y?
—Que me debes treinta pesos.
Clara suspiró detrás de ellos.
—No te debe nada, idiota. Ahora, ¿qué estamos buscando exactamente?
Manuel no supo qué responder. Solo tenía una corazonada.
El edificio olía a humo. Paredes negras. Cristales rotos.
Avanzaron con cuidado hasta llegar a un baño público con un espejo rajado.
En la superficie cubierta de ceniza, había algo escrito.
"NO ERES EL ÚNICO."
—Ok, esto es oficialmente lo más perturbador que he visto en mi vida —susurró Clara.
Julián tragó saliva.
—¿Hay un ranking? ¿Podemos saber qué ocupa el segundo lugar?
Y entonces se escuchó un golpecito en el vidrio roto.
Igual que en su baño.
Los tres se quedaron en silencio.
—No fuimos nosotros, ¿verdad? —preguntó Julián, con la esperanza de que alguien dijera que sí.
Nadie lo hizo.
Manuel sintió que el corazón le latía demasiado rápido.
No estaban solos.
Y ahora lo sabía con certeza: lo que estaba pasando era mucho más grande que él.
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