El pabellón del amor perdido

PRÓLOGO

Perspectiva de Elián D’Aubrey

Había noches en las que la oscuridad del pabellón parecía una bestia viva, respirando detrás de las paredes, tragando todo rastro de cordura. Podía oírla. Podía sentirla posarse sobre mi piel como un sudario húmedo, murmurando mi nombre en un eco que no pertenecía a ningún ser humano.

Esa noche no fue diferente. Esa noche fui devorado otra vez. El reloj del pasillo marcaba las once y cuarenta y nueve cuando abrí los ojos, sobresaltado. No recordaba haberme dormido, ni haberme acostado voluntariamente. El sueño había caído sobre mí como una mano invisible, presionando mi cráneo hasta hundirme en un silencio lleno de voces.

El catre miserable bajo mi cuerpo crujió con un gemido metálico. Olor a humedad, desinfectante y flores podridas impregnaba mi ropa fina, ahora arrugada y pálida como mis manos. Cada respiración parecía atraer más frío dentro de mis huesos.

El manicomio D’Aubrey–Seraphine, aunque nadie lo llamaba así en voz alta, era el lugar donde la aristocracia encerraba sus vergüenzas. Si un heredero gritaba en mitad de la noche, no era un escándalo público; era una “enfermedad nerviosa”. Si una dama veía sombras que nadie más veía, no era histeria, era sensibilidad espiritual. Y si un muchacho como yo se enamoraba del hombre equivocado, si rompía las reglas del mundo… entonces el amor era locura, y la locura merecía reclusión.

Así terminé aquí. A los ojos de mi familia, yo no estaba enfermo. Era peor: era indecoroso. Una mancha en un apellido construido sobre mansiones, carruajes dorados y sonrisas frías como espejos empañados.

Y sin embargo, mientras me incorporaba, sintiendo el temblor constante en mis manos, no podía odiarlos. No podía odiar a nadie más que a mí mismo.

Porque en algún lugar detrás de mi mente, algo gritaba que tal vez ellos tenían razón.
Tal vez estoy loco. Tal vez siempre lo estuve.

Pero lo único que sé con certeza es esto: él existe. Por más que me lo nieguen. Por más que apaguen las lámparas para que no lo vea. Por más que me inyecten silencio líquido en las venas. El doctor Alaric Seraphim existe. Y esa noche estaba más cerca que nunca.

El aire cambió repentinamente. El frío dejó de ser indiferente y se volvió intención, un roce suave sobre mi cuello, como dedos etéreos recordándome que nunca estuve solo, que nunca lo estaría. Un susurro rozó mi oído, un murmullo profundo y adorado que solo él podía pronunciar así:

—Elián…

Mi corazón golpeó contra mis costillas como un pájaro desesperado dentro de una jaula. La voz era real. Tenía que serlo. Era su voz. Alaric. Mi Alaric.

Me levanté de un salto, descalzo sobre el piso helado. La habitación estaba sumida en sombras, apenas iluminada por la luna que se colaba a través de los barrotes de hierro. Avancé hacia la puerta, pero mis rodillas temblaban tanto que casi caigo al suelo.

—Alaric —susurré, y mi voz tembló como una vela en un mausoleo.

Silencio. Luego, pasos. Suaves, elegantes, como si caminar fuera rezar.

El corazón me explotó en el pecho..Corrí hacia la puerta, pero antes de llegar, la lámpara del pasillo se encendió sola. Un chisporroteo, un zumbido eléctrico y entonces lo vi.

Una figura alta, impecable, recortada contra la penumbra. Traje negro. Guantes oscuros.
Cabello de noche. Y ese rostro. Ese rostro que podía haber sido esculpido por ángeles antes de ser maldito por ellos.

Sus ojos. Azules como la primera lágrima de un mártir. Fijos en mí. Alaric Seraphim. Dolor y alivio me desgarraron al mismo tiempo. No sabía si quería abrazarlo o caer de rodillas ante él como ante un dios.

—Creí que no vendrías —murmuré.

Él sonrió apenas, como si la tristeza le partiera la boca.

—Siempre vengo a ti.

Mi garganta ardió. La desesperación me estrangulaba. Avancé un paso. Él no se movió. La distancia entre nosotros parecía hecha de vidrio roto: hermosa, pero mortal si la tocabas mal.

—Dime que soy real —dijo suavemente.

Me quedé helado.

—¿Qué…?

—Dime que no me estás imaginando otra vez.

Otra vez. La frase cayó como un cuchillo helado en mis entrañas. Parpadeé. El pasillo pareció parpadear conmigo. Por un breve segundo, la luz vaciló y su silueta se distorsionó, como si su cuerpo fuera humo atrapado en forma humana. No. No. No. Él era real. Él debía ser real.

—Claro que lo eres —susurré— No estaría de pie si no fueras real.

Alaric inclinó la cabeza, como estudiando mi alma desde dentro.

—Y, sin embargo, ellos dicen que estoy muerto.

Mis labios temblaron. Silencio. Ni un suspiro en todo el sanatorio.

—Ellos mienten —dije, y mi voz se rompió en mil pedazos— Yo te vi. Yo recuerdo tu mano en la mía. Recuerdo tu voz. Recuerdo que....

Pero mi mente, traicionera, se interrumpió.
Una imagen estalló detrás de mis ojos: una mano fría cayendo de una cama. Un frasco roto en el suelo. Un cuerpo sin aliento. Mi grito rasgando la noche como un himno blasfemo.

No. No era real. O tal vez lo era. O tal vez era peor: tal vez no sabía cuál de los dos mundos era verdadero. Alaric caminó hacia mí. Cada paso era una plegaria sacrílega.

Cuando estuvo lo suficientemente cerca como para tocarme, se detuvo. Su mano se alzó lentamente hacia mi rostro. Pude sentir el aire quebrándose alrededor de sus dedos.

Si me tocaba, si lo sentía, si mi piel ardía bajo su palmada. Sabía que la verdad se revelaría. O me arrastraría a la locura para siempre. Yo quería ambas cosas con la misma violencia.

Pero antes de que pudiera alcanzarme, una campana sonó en el pasillo. Un sonido metálico y asesino, como cadenas golpeando una cripta. Las luces parpadearon. La silueta de Alaric tembló, como reflejo en agua sucia.

—No dejes que te quiten de mí —murmuré, casi sin voz.

Él me miró con una expresión que dolía más que cualquier cuchilla.

—Yo nunca te dejé —susurró— Tú fuiste quien me dejó primero.




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