El pabellón del amor perdido

La puerta que respira

No existe amanecer en el pabellón. Solo un cambio de penumbras: del negro absoluto al gris que hace visibles los barrotes y los retratos con ojos que jamás miran de frente. Me despertó el sonido hueco de las ruedas de una camilla avanzando por el corredor, como si arrastraran un cuerpo invisible. El reloj de pared marcaba las seis y un minuto; en el mármol, el eco repetía el tiempo con crueldad ceremoniosa. Me senté con el corazón acelerado, los pies descalzos tocando el frío, y recordé que anoche había una rosa marchita sobre mi catre.

La rosa ya no estaba. En su lugar, un hilo de seda blanca atado al barrote de mi cama. Lo toqué: estaba tibio. No debía haber estado tibio.

Respiré hondo. El aire olía a éter, a cera consumida y a una humedad que parecía venir de una iglesia enterrada. A través de la rendija de la puerta, vi la media luz de gas en el pasillo: esa claridad agonizante que, a fuerza de no iluminar del todo, enseña más sombras.

Sabía que, cuando la campana del desayuno sonara, aparecería la enfermera con los ojos dulces y la boca severa. Sabía que pondría la bandeja sobre la mesita, que me miraría sin verme, que repetiría el mismo rezo mecánico:

Coma, señor D’Aubrey.”

Sabía lo que estaba permitido pensar: nada. Lo que estaba permitido sentir: menos. Decidí no obedecer al amanecer.

Deslicé los dedos por la seda. Era gruesa, antigua, de las que se usan para cerrar cartas o atar máscaras. Seguía tibia. La llevé a la nariz: olía a bergamota y alcohol quirúrgico, a piel que nunca conoció el sol. Un perfume al que mi memoria le dio un nombre antes que mi razón.

Alaric.

Sentí el vértigo de un precipicio dentro del pecho. El hilo atravesaba los barrotes y seguía hacia el pasillo. Era un camino. O un anzuelo.

Un carraspeo al fondo del corredor me hizo volver la cabeza. La luz de gas crepitó como un insecto atrapado. Nadie. Solo el rumor de telas al rozar una pared.

Deslicé el pestillo con cuidado. La puerta cedió con un susurro de madera vieja. El hilo me tiró con la suavidad de un padrino en un vals. Salí. La bata fina me rozaba las rodillas; la piel se me erizó como si hubiese entrado en una capilla helada.

El pasillo del Ala Blanca era un cuadro de confesiones que nunca llegaron a pronunciarse: paredes de cal, zócalos de madera oscura, lámparas de bronce con lágrimas de cera coaguladas. La seda avanzaba por el suelo como si hubiera sido colocada de madrugada por manos que conocían el mapa secreto del sanatorio.

El primer cruce doblaba a la derecha, hacia la sala de terapia. A la izquierda, el corredor que nadie nombraba. El hilo eligió la izquierda.

No lo pensé: lo seguí. La bata me susurraba en los tobillos; mis pasos, por instinto, aprendieron la cortesía del ladrón. Entre cuadro y cuadro, las miradas pintadas parecían acompañarme con desaprobación ancestral. Un retrato de familia, todo oro y solemnidad, me devolvió un reflejo: mi cara pálida, los ojos como monedas de sol en una noche sin luna.

Recordé a mi madre arreglándome el cabello frente a un espejo parecido. Recordé su voz: “La belleza es un arma de doble filo, Elián. Úsala con cuidado”. Y recordé otra voz más baja, más íntima, pronunciar mi nombre como si fuese una oración prohibida.

—Elián…

No era el aire. No era la memoria. Era un susurro que me alcanzaba por detrás como un abrazo muy antiguo. Me di vuelta. Nadie. No huí. Caminé.

El hilo de seda se detuvo frente a una puerta que jamás había visto abierta. La llamaban, entre murmullos, la puerta que respira. Era de madera alta, con herrajes negros en forma de hojas. No tenía cerradura… a la vista. Apoyé la mano. Estaba tibia. Me alejé un paso. La respiración venía de allí, como si el salón del otro lado fuera un pulmón que infla y desinfla la mansión entera.

Una rueda, muy lejos, chirrió con pena. Y un tintineo de llaves respondió como campanillas. No tenía tiempo.

Empujé.

La puerta cedió un poco y se abrió lo suficiente para que entrara la duda. Un olor a metal limpio y flores marchitas me golpeó como un recuerdo. Me deslicé al interior y cerré sin ruido, apartando la seda del umbral, como si sellara un rito.

Dentro, la penumbra era espesa y tenía la consistencia de un secreto bien guardado. Un ventanal alto filtraba la luz del alba: largos dedos grises que tocaban una hilera de sillas con correas de cuero, un biombo con bordes dorados, una camilla de hierro con ruedas inmóviles.

El piso, de mosaico, tenía grietas que dibujaban mapas de islas imposibles. Una lámpara de techo, en forma de corona, colgaba apagada, cubierta de polvo como si los huesos del tiempo la hubieran reclamado.

Me acerqué a la camilla. El cuero de una de las correas estaba desgastado, como si una muñeca se hubiese debatido allí, día tras día, con la fe de quien canta para ahuyentar al invierno. Pasé la yema de los dedos por la hebilla. Tibia.

—No estés solo —dijo la voz, como una brisa en mi oído— No otra vez.

Tragué. La saliva sabía a cobre. Cerré los ojos un segundo. Vi, con esa claridad que suele traer la fiebre, una imagen: mis manos atadas, un perfil inclinado sobre mí, una mirada azul calmándome con autoridad y ternura. El borde de una sonrisa. Un “aquí estoy” que me hacía creer en milagros.

Abrí los ojos. La imagen se deshizo como polvo de oro. La camilla volvió a ser una camilla sin nadie. Las correas, correas. El corazón, demasiado real.

Al fondo del salón, una vitrina exhibía objetos médicos como reliquias: estetoscopios como rosarios, frascos con etiquetas hechas a pluma, una cajita de madera con iniciales talladas. Me acerqué. Las iniciales, en el centro, eran dos:

A. S.

Mi garganta fue un nudo marino. Las toqué a través del vidrio, como si acariciara un rostro querido en un sueño.

Un sonido cortó el aire: llaves en una cerradura exterior. Pasos. Múltiples. Voces. Yo no debía estar allí. Un escalofrío me recorrió la nuca con la precisión de un bisturí. Busqué con la vista un escondite. El biombo. La lámpara parpadeó sin encender. La ansiedad me devolvió un olor: bergamota y alcohol. Me lancé detrás del biombo.




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