El pabellón del amor perdido

Más abajo que la memoria

No supe cuánto tiempo permanecí bajo el agua. Segundos, quizá. O toda una vida suspendida entre latidos rotos. El túnel era estrecho, húmedo, como un pasaje creado para que solo la desesperación pudiese atravesarlo. Nadé como quien se hunde en un sueño febril, con el pecho ardiendo y los dedos rozando ladrillos helados cubiertos de musgo, como tocando las costillas de una bestia dormida.

Y junto a mí, flotando entre sombras y silencio…

La voz. Su voz.

—Un poco más —murmuró Alaric, suave como un recuerdo que se niega a morir— No te detengas ahora.

La máscara en mi mano parecía respirar conmigo. El agua me abrazaba con maternal crueldad. Y, aun así, avanzaba. Hasta que mis pies tocaron piedra. Me incorporé, jadeando. El aire húmedo quemaba tanto como el agua helada. El túnel descendía con la paciencia siniestra de un sepulcro. Gotas caían desde el techo, marcando un compás de relojes vencidos. Me limpié el rostro. No supe si era agua, lágrimas o locura en estado líquido.

—¿Dónde me llevas? —mi voz apenas sobrevivió al temblor.

Una risa leve, casi un suspiro enamorado, respondió desde atrás.

—A donde nos perdimos por primera vez.

La frase me atravesó. No pregunté más. La memoria es un animal salvaje: si la fuerzas, muerde.

Seguí caminando. El túnel descendía en espiral, como si la mansión escondiera un corazón vivo latiendo en su subsuelo. Una lámpara de aceite ardía más adelante, iluminando una puerta baja de madera antigua, custodiada por un picaporte en forma de serpiente devorándose a sí misma. Mi mano tembló sobre el metal. No estaba solo. Sentí la presencia detrás de mí. Tan cerca que mi piel se erizó.

—Alaric… —susurré.

Un roce helado rozó mi mano. Sus dedos invisibles. Su tacto. Su sentencia.

—Abre —pidió, tiernamente cruel—. Lo que dejaste atrás aún te espera.

Empujé la puerta. El aire del otro lado olía a tiempo detenido. Un dormitorio. No una celda. No una sala clínica. Un santuario de un amor prohibido.

Cortinas de terciopelo azul. Una cama alta, impecable. Un abrigo oscuro colgando del perchero, como la sombra de un hombre a punto de regresar. Un escritorio con cartas atadas con cinta. Y en la pared un retrato cubierto. Cada rincón estaba intacto, suspendido, como si alguien hubiese cerrado la puerta un instante antes de mi llegada.

Como si nunca se hubiera marchado de ahí. O como si no hubiese podido hacerlo. Mis dedos rozaron la almohada. Hundida de un lado. Tibia. El perfume que ascendió fue una puñalada: bergamota, papel, cuero, lluvia, y algo más: el aroma de una promesa rota. Mi garganta ardió.

—Estuvimos aquí —susurré— Tú… tú estabas aquí conmigo.

Silencio. Luego, un murmullo en mi oído, cálido como labio apoyado en piel:

—Aquí me amaste antes de que el mundo decidiera que amar era delito.

Mis ojos se cerraron un instante. Mi corazón, ese traidor, se inclinó hacia él como un creyente frente a un altar profano.

Fui al retrato. Retiré la tela. Y allí estaba. Yo. De dieciocho años, intacto, condenado a la eternidad en lienzo..Y junto a mí, tomándome la mano como si el universo fuese pequeño para ese vínculo…

Alaric.

Vivo. Perfecto. Radiante. Azul como plegaria olvidada.nMis piernas cedieron. Me aferré al marco.

—No era un delirio —murmuré, temblando— No eras un fantasma. No eras… imaginado.

La habitación exhaló frío. Un dedo invisible recorrió mi columna, desde la nuca hasta el corazón.

—Me recuerdas —susurró él, amoroso y terrible— Eso me mantiene aquí.

Quise hablar. Pero la verdad me cortó la voz. Había amado a un muerto. Y él había regresado. O nunca se había ido. Pasos resonaron desde el túnel. Voces. Habían encontrado la trampilla. Venían por mí. La voz de Alaric, urgente como una confesión al borde del abismo, me habló:

—Si te encuentran aquí, arrancarán lo que queda de mí en tu mente.

Mi pecho se fracturó.

—¿Qué debo hacer?

—Sigue la música —respondió— Donde suene el piano, allí estaré.

Un pétalo blanco cayó frente a mis pies. Vivo. Palpitante.

Guardé el reloj. Tomé la máscara. Y huí. Cuando crucé la puerta, su voz me siguió, como un beso antes de la caída:

—Corre, Elián. Porque cuando dejes de correr recordarás por qué morí.

Entonces lo supe: No huía de ellos. Huía del recuerdo que había enterrado para sobrevivir. Y esa verdad estaba a punto de despertar. Corrí hacia la música. Y detrás de mí, la puerta respiró.




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