El pabellón del amor perdido

Cuando la realidad usa su rostro

No recuerdo cómo regresé a la superficie.

Tal vez trepé, tal vez fui arrastrado por manos invisibles, tal vez desperté ya aquí, en esta cama fría de sábanas ásperas y luz de gas amenazando caer sobre mí. La habitación no era la mía del ala blanca. Esta era distinta. Más limpia. Más silenciosa.
Demasiado silenciosa.

No escuchaba respiración detrás de mi oído.
No escuchaba pasos secretos. No olía a bergamota. Por primera vez desde que desperté en este infierno, estaba solo. Quise incorporarme, pero las correas sujetaban mis muñecas y tobillos con gentileza cruel. Las hebillas brillaban como sonrisas de metal.

Esa amabilidad asfixiante. Ese cuidado elegante. Así funcionan las jaulas para la aristocracia. Tomé aire para no gritar..No iba a romperme. No aún. La puerta se abrió. La respiración se me detuvo. La sangre rugió en mis oídos como un río oscuro y rabioso.

Él.

Él estaba allí. De pie. Vivo. Perfecto. Su cabello negro caía como seda nocturna. Sus ojos….Dios. Sus ojos azules parecían cincelados por ángeles hambrientos de tragedia. Su porte era el mismo. Su sombra, idéntica a la que había amado en la penumbra. El aire a su alrededor se dobló, reconociéndolo como mi universo torcido.

El mundo dejó de respirar. Yo dejé de existir.
Yo regresé a existir solo porque él estaba allí. Pero entonces él habló.

—Buenos días. Soy el doctor Seraphim.

Esa voz.
Esa voz que antes me decía mi amor, ahora me decía paciente. El mundo crujió como un tablón roto. Tragué, pero mi garganta era piedra.

—A… Alaric…

Él sonrió. Una sonrisa amable. Profesional. Sin tormenta detrás. Sin recuerdo.

—Veo que ya conoce mi nombre. ¿Usted es Elián D’Aubrey?

Un cuchillo frío bajó desde mi nuca hasta mis talones.

No. No, no, no.

Él no podía mirarme así. Vacío. Neutral. Educado. Como si jamás hubiese sostenido mi alma en sus manos. Yo sacudí las correas, incapaz de contener el temblor.

—Alaric —susurré, desesperado—, soy yo.

Sus cejas se acercaron apenas, estudiándome con interés clínico.

—Elian, necesito que respire despacio. Está seguro aquí. Nadie quiere lastimarlo.

Nadie quiere lastimarlo.
Nadie quiere lastimarlo.
Frase de médico. Frase de jaula. Mi pecho se cerró como un ataúd.

—¿No recuerdas? —pregunté, y odié el temblor en mi voz—. ¿Nada? ¿El cuarto secreto? ¿La rosa? ¿La… la promesa?

Él se acercó lentamente. Tenía un cuaderno bajo el brazo y un estetoscopio, como si la ciencia pudiera impedir que las tumbas hablen. No me miraba con amor. Me miraba como quien observa una llama débil a punto de apagarse.

—Elián —dijo suave, como si temiera romperme— nunca lo he visto antes. Hoy es nuestro primer encuentro.

Mi corazón se rindió un golpe. Sentí cómo algo se rompía. No hueso… sino recuerdo.
Por un instante, dudé de mi propia existencia.

¿Lo inventé? ¿Había amado a un fantasma, o había amado a un hombre que jamás existió? ¿Qué era peor?

La lámpara parpadeó. Las sombras de las esquinas respiraron. El aire detrás de él se distorsionó, como si una figura invisible caminara a su espalda. La voz familiar, la que no pertenecía a este hombre sino al otro, al verdadero, murmuró:

—Él no es yo.

Me estremecí. Los ojos me ardieron. Busqué esa sombra. Una silueta negra y elegante en el rincón, casi humana, observándome con celos voraces. Alaric , este Alaric, siguió mi mirada y frunció el ceño.

—¿Qué ve, Elián?

Mentiras hormiguearon en mi lengua, pero la verdad me quemaba peor.

—Te veo. A ti. Y… a él.

Su mirada se volvió grave, pero no cruel.

—¿“Él”? ¿Quién es “él”?

Mi respiración tembló.

—Tú —susurré—. El tú que me amó.

Algo en su expresión se quebró por un segundo. Casi imperceptible. Una arruga mínima entre las cejas. Una sombra que cruzó su mirada como un pájaro fugaz.

Luego desapareció.

—Elián —dijo con infinita paciencia—, las personas que vemos en los lugares equivocados no siempre quieren nuestro bien. Pero yo sí.

El susurro detrás de él siseó con veneno suave:

—Miente.

Alaric tomó mi muñeca para sentir mi pulso.
Sus dedos cálidos. Humanos. El contacto fue un rayo directo al corazón y a la locura.

—Su pulso está acelerado —murmuró él— Tiene miedo. No está solo. Yo estoy aquí.

Pero su mano no me sostuvo. Solo me examinó. El otro Alaric, la sombra, se deslizó tras su hombro. Me sonrió con una devoción enfermiza.

—Solo yo estoy aquí para ti — susurró la sombra— Siempre lo estuve.

Mi mente se dividió en dos como cristal bajo martillo. Uno vivo. Uno muerto. Uno que me mira con compasión clínica. Uno que me mira con amor feroz y posesivo.

¿Cuál era real? ¿Qué Dios cruel me dio dos Alaric y ninguno alcanzable? El doctor tomó una jeringa.

—Esto solo lo tranquilizará. No va a doler.

Lo dije sin pensar, con pánico puro:

—¡Alaric, no! ¡No me abandones otra vez!

Se detuvo. Y entonces vi algo. En sus ojos. Un parpadeo. Un dolor antiguo.nUn destello del hombre que juró morir por mí. Fue un instante. Pero fue real..Su voz bajó, más suave que un rezo.

—No te voy a abandonar.

Mi alma se detuvo. Ese tono. Ese exacto tono. Era él. Era él. Pero en un segundo desapareció, como si nunca hubiese sido pronunciado.

—Relájese —volvió a ordenar, profesional, distante.

Un grito me nació desde lo más profundo de la locura y el amor:

—¡Recuerda! ¡Por favor, recuerda quién soy! ¡Quién eres! ¡Quiénes fuimos!

La sombra detrás de él tocó mi mejilla, helada como tierra de tumba.

—No lo dejaré llevarte —susurró.

El mundo osciló. Dos Alaric. Uno con manos vivas. Uno con alma muerta. Y yo entre ellos desgarrándome en ambos sentidos. La aguja brilló. Se acercó a mi piel. La jeringa era una sentencia. El fantasma alzó la voz, y por primera vez sonó desesperado:

—No lo dejes apagarme.




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