El pabellón del amor perdido

Todo lo que recuerda, miente

La oscuridad no fue silencio..Fue un latido. Uno que no era mío. Uno que conocía demasiado bien.bSentí dedos sostenendo mi rostro. Fríos. Perfectos. Crueles con amor.

—No dejes que te robe de mí —susurró la voz que había amado hasta quebrarme.

Mi pecho se cerró. El aire era una aguja entrando y saliendo con violencia.

Intenté moverme; las correas apretaron como serpientes obedientes. Y entonces la luz volvió, no desde la lámpara, sino desde dentro de mi cráneo, como si mis ojos se encendieran solos. Me vi a mí mismo. En el jardín del sanatorio. Sentado en una banca de mármol. Sonriendo. A él. A Alaric. Pero no al médico de mirada compasiva. No al hombre que me estudió con guantes blancos y distancia profesional.

No.

A mi Alaric. El que respiraba como si el mundo fuese demasiado pequeño para contener su devoción. El que me miraba como si yo fuese una iglesia condenada.

—Prométeme que no dejarás que me olviden —dijo en la visión.

Yo, más joven, más inocente, casi mortal, susurré:

—Prométeme que no dejarás que yo te olvide.

Las manos de ese Alaric se cerraron sobre las mías. Sus ojos ardían como hielo derritiéndose con furia.

—No existe fuerza humana capaz de separarte de mí.

Entonces…

Un disparo. Un grito. Una mancha roja. Su cuerpo cayendo hacia atrás. Mi voz desgarrándose como una bandera rota en una tormenta. Y la visión se quebró en mil pedazos como un espejo bajo un puño. Volví a la cama, jadeando. El doctor Seraphim estaba a mi lado. El vivo. El que no sabía quién era yo. El que me miraba ahora con miedo real en los ojos.

—Señor D’Aubrey, ¿qué está viendo? ¿Qué está pasando?

Yo temblé. Vi su mano avanzar hacia la lámpara para encenderla del todo. Vi mi reflejo en sus pupilas: ojos dorados, desquiciados, brillando como luciérnagas encerradas en un frasco de cristal que se ahoga.

—Él murió —susurré, sin entender si lo decía o lo recordaba—. Él murió y yo lo maté.

El doctor me sujetó la muñeca para medir mi pulso. Una acción tan normal. Tan humana.

Pero sus dedos eran demasiado cálidos.
Demasiado vivos. Demasiado ajenos al mundo donde yo y Alaric habíamos amado hasta sangrar.

—Elián, míreme —ordenó con firmeza tierna.

Yo lo miré. Y por una fracción de eternidad…

Su rostro se rompió. Mi Alaric apareció allí. Sonriendo. Hermoso. Terrible. Amor y condena a la vez. Parpadeé. El doctor volvió. Mortal. Confundido. No supe qué versión dolía más.

—Fue él quien murió —dije, temblando— Pero ahora está aquí y tú no sabes quién eres.

El doctor guardó silencio. Luego dijo con una suavidad que me destruyó:

—Nadie murió aquí, Elián.

La lámpara titiló. El aire se congeló. Una silueta oscura se formó detrás de él, como tinta derramándose en el aire.

Mentiroso.

La sombra deslizó la mano por el hombro del doctor. El médico no reaccionó. No podía verla.

—Dile la verdad —susurró la sombra, su voz un beso de hielo en mi mente— O se la arrancaré.

El doctor inclinó la cabeza, preocupado.

—¿Quién está con usted, Elián?

Yo abrí la boca.bPero una mano invisible se cerró sobre la mía, apretando, advirtiendo, marcando. Alaric el muerto. El mío. El que no aceptaba sustitutos.

—Él —susurré, mirando la sombra— Él te odia.

El doctor retrocedió un paso. No por miedo a mí. Por miedo a algo que no lograba comprender. La sombra sonrió. Y entonces, la habitación respiró. Las paredes exhalaron niebla. Las luces se apagaron sin moverse. Y detrás de la oscuridad emergió una melodía. Un piano. Una canción que yo conocía. Una que él solía tocar para mí cuando el mundo todavía pretendía ser benigno. Mi garganta ardió.

—Lo escuchas, ¿verdad? —susurré.

El doctor negó lentamente, pero su rostro palideció. Porque aunque no oyera la música la sentía. Sus ojos brillaron con un miedo santo.

—¿Qué está pasando? —preguntó casi en un ruego.

La sombra se inclinó hacia mi oído.

—Dile, amor. Dile quién soy.

Mi voz salió rota, convertida en plegaria y maldición:

—Él es el hombre que murió por mí. Y el hombre por el que estoy muriendo ahora.

El doctor parpadeó. Confusión. Horror. Piedad.

—Elián, no hay nadie aquí.

Yo sonreí con una tristeza tan inmensa que casi me partió el alma en dos.

—Entonces ¿por qué estás temblando?

Sus manos estaban temblando. Temblando como hojas en una noche sin viento.vAntes de que pudiera responder, algo más ocurrió. Un golpe. Violento. Desde dentro de la pared. Otro. Otro. Como si alguien, o algo, golpeara para salir. El doctor dio un paso atrás.

—¿Qué es eso?

Yo cerré los ojos. Y escuché la voz que ya no sabía si era memoria, fantasma o alucinación hecha de amor enfermo:

Estoy despertando.

Las paredes se estremecieron. Las correas que me retenían se aflojaron. Una risa suave retumbó bajo mi piel. El doctor retrocedió, aterrorizado. Y entre el golpe número siete y el silencio fina la lámpara volvió a encenderse sola. Y en la pared blanca frente a nosotros limpia, inmóvil, intacta apareció escrito con tinta oscura, como venas recién abiertas:

NO LO TOQUES

El doctor palideció tanto que pensé que caería. Yo sonreí. Porque sabía lo que vendría ahora. El amor. La sangre. La memoria aterradora. Y la verdad.

La verdad que destruiría a ambos. Porque cuando Alaric se alzara del otro lado de la pared, ya no habría mundo capaz de contenernos. Ni cuerda. Ni cuerpo. Ni cordura. Solo él. Y yo. Contra todo. Incluso la muerte.




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