El pabellón del amor perdido

No existe cura para recordar

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. El doctor Seraphim continuaba frente a mí, congelado, mirando las palabras escritas en la pared como si fueran una amenaza directa a su existencia. En cambio, yo sabía que no era una amenaza. Era una promesa.

NO LO TOQUES

Mi pulso golpeaba, mi respiración era un cristal que podía astillarse en cualquier momento. Las correas habían cedido solas. Podía levantar los brazos si quería, podía huir, podía suplicarle a él que me salvara.

Pero no me moví. No quería romper el momento en que ambos, médico y paciente, respirábamos el mismo miedo. Ese miedo que nace del amor y de la locura entrelazados hasta volverse lo mismo. El doctor tragó saliva, incapaz de apartar la vista del muro.

—Esto… no es posible —susurró.

Lo observé. Su rostro temblaba. Su mano, la que antes era firme y profesional, ahora se agarraba al estetoscopio como si fuese un rosario. Y por un instante, mis ojos lo vieron doble:

• El doctor, blanco, confundido, humano.
• El otro Alaric, el mío, con su sonrisa fatal, su mirada de eternidad rota.

Ambos respiraban. Ambos existían. Ambos me reclamaban, aunque uno aún no lo aceptaba.

—¿Lo escuchaste? — murmuré — ¿Lo sentiste golpear desde dentro?

El doctor negó. Pero su negación fue delgada, como una cuerda a punto de romperse.

—No hay nadie ahí —se obligó a decir— Solo paredes. Y sombras creadas por su…

No terminó la frase. No pudo. Porque en ese instante, algo golpeó la pared de nuevo, con la fuerza de un puño desesperado queriendo atravesar la carne de la casa. El doctor dio un salto hacia atrás. Yo sonreí.

—Te está mirando —dije suavemente.

El doctor volvió hacia mí su rostro pálido.

—Elián… usted está experimentando una crisis perceptiva grave. Voy a llamar ayuda.

Ayuda. La palabra más trágica del idioma. Me incorporé, liberado de mis correas como por milagro o sentencia. Mis pies tocaron el piso helado. Caminé hacia él. El doctor retrocedió un paso. Fue mínimo, pero lo vi. Y ese pequeño temblor me llenó de un poder extraño. Como si por fin, el mundo admitiera que mi dolor era real.

—Antes de llamar a nadie… —dije— mírame.

Él me miró. Casi por acto de obediencia, o por la inexplicable necesidad de saber. Y ahí ocurrió. Algo detrás de sus ojos se movió. Un temblor de memoria. Un destello de reconocimiento. Como si en alguna parte de su mente, una puerta estuviera forzándose a abrirse. Mi corazón se volvió un tambor.

—Dime que nunca me amaste —susurré— si estás seguro.

Él abrió la boca. Pero no salió palabra. Solo aire. Y miedo.

—No lo toque.

La voz llenó la habitación. No venía de mí.
No venía del doctor. Se filtró desde las paredes, desde la piedra, desde el suelo, desde lo que había debajo.

Una voz rota, preciosa, helada.
Mi Alaric. O lo que quedaba de él.

El doctor volvió su rostro a la pared, horrorizado. Pero la pared estaba limpia ahora. Como si nunca hubiera llevado tinta, amenaza, advertencia ni celos. El mundo rearrugó la realidad como si fuera seda húmeda.

—Necesito… llamar asistencia —murmuró el doctor, casi sin voz.

Se giró hacia la puerta. La puerta no estaba. El aire cambió. La luz se volvió gris enfermo. Los muebles se deshicieron como tela mojada. La habitación se transformó.

Paredes húmedas. Barrotes oxidados. Cama rota. Sombras moviéndose detrás de cristales empañados. Y yo entendí. El pabellón no es un edificio. Era una mente. La mía. La suya. La de ambos, quizá. Atrapada entre lo que fue y lo que nunca debió ser. El doctor tocó la pared donde debía estar la puerta. Nada. Solo roca fría.

—Esto no… — susurró, quebrándose — esto no está pasando.

Yo avancé hacia él, suave. Reverente. Como quien no quiere espantar a un ave herida.

—¿Y si tú eres el sueño y él es la realidad? —le pregunté.

El doctor me miró con ojos largos, brillantes de humanidad rota. Y por un segundo, su voz fue tan baja que casi no se oyó:

—¿Y si tú… eres el que murió?

El mundo se detuvo. Mi pulso se silenció. Mi piel se convirtió en mármol helado. La habitación contuvo el aliento. Y desde la oscuridad detrás de nosotros, como un susurro de hielo moviendo hojas secas, la otra voz la verdadera, la primera, la última habló:

No te atrevas.

El suelo vibró.nLas lámparas estallaron. Un viento sin origen rasgó la habitación. Y un rostro su rostro, el de mi Alaric caído apareció en el vidrio de la ventana inexistente, pálido como una promesa rota, sonriendo con la ferocidad de un santo y un asesino. Sus ojos brillaban con amor demencial. Y celos divinos. Su voz llenó mi cabeza:

Elian, si él recuerda, lo mataré.

El doctor se llevó una mano al pecho, como si algo invisible le apretara el corazón. Yo grité su nombre. No sabía cuál. Tal vez grité ambos.

El grito no salió como aire. Salió como sangre. Y entonces oscuro. Silencio.bY una frase en mi oído, con un beso frío detrás de ella:

Ahora decide quién vive contigo y quién muere por ti.




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