No recuerdo haber perdido la conciencia.
Recuerdo perderme. Cuando regresé a mí, estaba otra vez en la sala de observación. Otra camilla. Otra luz. Otra versión de la misma prisión.
Mis muñecas dolían. No por las correas. Por la ausencia de ellas. Me habían dejado suelto. Eso era más amenaza que misericordia.
El doctor Seraphim estaba allí. Sentado frente a mí. Codos sobre las rodillas, manos entrelazadas, postura cuidadosa, mirada que intentaba ser segura y solo lograba ser humana. Había círculos oscuros bajo sus ojos. No había dormido. ¿Y yo? Yo ya no sabía si dormirías era morir, o vivir.
—Elián —dijo, y su voz llevaba un temblor disfrazado de profesionalismo— hoy trabajaremos juntos para comprender lo ocurrido.
Trabajar.
Los cuerdos tienen palabras que suenan como muebles pulidos. Los rotos tenemos ruinas en la boca.
No respondí. Solo lo miré.
—Quiero que me diga… —él respiró, lento, como si tuviera clavos bajo las costillas— qué recuerda del evento.
Me reí. No supe por qué. Quizá porque esa palabra —recuerda— era dinamita en mi cabeza.
—Doctor… —mi voz salió como hilo de vidrio— ¿cómo recuerda usted una vida que nunca vivió?
Él no parpadeó. Pero algo en su mandíbula crujió.
—Empiece por lo que oyó —pidió.
Lo observé con calma de abismo.
—No fue lo que oí —susurré—. Fue quién me llamó.
El doctor tragó. Y no por mí. Por él.
—Elian —dijo, despacio—. No hay nadie más aquí.
Y ahí, detrás de ese hombre tan paciente, tan racional, tan frágil, una sombra cruzó la pared como un amante caminando en otra dimensión. No lo dije. Él no hubiera soportado oírlo. En cambio susurré:
—¿Y si esto no es locura… sino memoria?
El doctor cerró los ojos un instante.
Como quien reza a un dios que no escucha.
—Si una memoria le causa sufrimiento intolerable —respondió—, debemos trabajar para liberarlo de ella.
Liberarlo. Qué palabra más cruel disfrazada de bondad.
—¿Qué tal si no quiero ser liberado? —pregunté.
Silencio. Un silencio tan tenso que podía romperse con un pestañeo.
—Eso —dijo él— es precisamente lo que temo.
Me sostuvo la mirada. Y por primera vez se quebró. No con lágrimas. Con verdad.
—Elián, yo también lo escuché —susurró.
Mi alma tembló.
—El golpe en la pared. La vibración. Y… —tragó— la voz. No lo dije antes porque… no es posible.
Un estremecimiento me arrancó el aire del cuerpo. La habitación pareció respirar en un gemido de piedra.
—Entonces usted… —mi voz tembló— también está atrapado.
No me dijo que no. Solo bajó la mirada. Y ahí, por debajo de su pulcritud, vi miedo puro. El miedo del hombre que descubre que el monstruo no está en otro cuarto. Está sentado frente a él. O dentro de él.
—Hoy descansará —dijo, levantándose—. Su mente necesita reposo.
Reposo. La forma delicada de decir apague los sueños para que no lo maten. .Salió en silencio, sin cerrar la puerta. Y quedé solo con la luz mortecina y el olor a desinfectante que no tapa la soledad.
NocheNo sé cuándo el día murió. Solo sé que la lámpara se debilitó hasta ser apenas una vela viva, y el pasillo quedó en sombras como gargantas esperando tragar. Me acosté. No dormí. Me hundí.
El silencio pesó sobre mi pecho como un cuerpo invisible. Entonces, en la oscuridad… La cama se hundió junto a mi pie. No con violencia. Con intimidad.
Un peso. Una presencia sentada al borde. Una respiración lenta, profunda, devastadora.
—No estás soñando —susurró la voz—. Porque yo no sueño.
Mis ojos se abrieron..Y ahí estaba. Alaric..No el doctor. El mío. Mi ruina y mi altar..Sentado con la elegancia de lo eterno. Piel pálida, como mármol bendito..Ojos azules capaces de empezar y terminar guerras con un parpadeo..Sonrió. Y esa sonrisa era un cuchillo dulce enterrándose entre mis costillas.
—Te he extrañado —dijo, como si las palabras fueran confesión en templo oscuro.
Mi respiración se rompió.
—Pero… tú… —quise tocar su rostro— tú estás…
Muerto.mPero no podía decirlo. Alaric inclinó la cabeza, gentil, como un amante que escucha desde el otro lado del paraíso.
—Estoy donde tú me dejaste.
Mi garganta ardió como alcohol encendido.
—Y ahora —continuó—, él quiere llevarte donde yo no existo.
El doctor. La versión viva. La versión limpia.
Vacía de memoria.
—Él no puede salvarte —susurró Alaric— porque no sabe de qué te salvaste cuando me amaste.
Mis ojos se llenaron de lágrimas horribles.
—¿Estoy… loco?
Él sonrió despacio. Con ternura. Con tragedia. Con orgullo.
—Estás enamorado.
Una mano fría tocó mi mejilla. Y un sonido rasgó el aire.
Un gemido.mUn susurro grave. Una respiración ahogada del otro lado de la pared. El doctor.nDespierto..Escuchando. Sufriendo. Celos antiguos cruzaron la mirada de mi Alaric.
—Él está aprendiendo a sentirte —dijo, con voz afilada— Y no debe.
Se inclinó sobre mí. Su aliento era un beso condenado.
—Elian —susurró junto a mis labios— mañana él recordará algo más.
Mi corazón tembló.
—¿Y qué pasará? —susurré.
Su sonrisa fue de mármol y pecado.
—Tú elegirás qué versión de mí merece seguir existiendo.
Y con un toque, apagó la lámpara.
Oscuridad total. Respiraciones múltiples. Una cama que ya no contenía solo un cuerpo. El amor más hermoso. La locura más pura. La muerte más dulce. Y mi voz, temblando, perdida, adicta:
—¿Y si no quiero elegir?
Un susurro final, frío como un beso en un ataúd:
Entonces todos moriremos juntos.