El pabellón del amor perdido

Donde juramos no morir

No me llevaron a mi habitación después de la sesión.

Me dejaron en una sala blanca que parecía recién nacida. Sin grietas, sin manchas, sin historia. El tipo de blancura que quema, no que purifica. Como si quisieran borrar todo rastro de mí antes de ponerme dentro.

Pero la blancura nunca gana contra lo que llevamos en la mente. En cuanto cerré los ojos, algo empezó a surgir detrás de mis párpados. Una alfombra roja. Una lámpara de cristal. Un piano. Un salón como los de los bailes que ya solo existen en retratos amarillentos.

Y él. Alaric. Con guantes blancos y mirada de invierno enamorado. Me tendió la mano. Yo la tomé. Y el mundo giró hacia atrás como un reloj desesperado por regresar al primer segundo donde todo fue perfecto.

Pasado

Estábamos en aquel baile. Jóvenes. Ricos. Condenados sin saberlo. Yo con mi traje bordado en hilo dorado, él con su frac impecable. Las miradas alrededor nos seguían, pero no nos tocaban. Éramos un secreto visible.

—Si nos descubren —susurré, temblando, no por miedo, sino por deseo—, nos destruirán.

Él me tomó la mano más fuerte. Como si pudiera anclarme al mundo.

—Prefiero ser destruido contigo que existir sin ti.

No había voces entonces. No había paredes respirando. No había sangre ni sombras. Solo nosotros dos. Una existencia tan pura que ahora duele recordarla. Él acercó su frente a la mía.

—Prométeme algo —dijo — Si llega el día en que el mundo te arrebata de mis brazos recuerda esto.

Su pulgar acarició mi mejilla.

—Te encontraré. Aunque tenga que cruzar la muerte.

Las luces del salón se apagaron. El piano se desacordó en un gemido de metal y cuerda rota. La gente se transformó en sombras temblorosas. Y él gritó mi nombre. Elian. No como enamorado. Como alguien que cae desde un puente con la cuerda rota.

Presente

Abrí los ojos con un sobresalto. Mi respiración era vidrio astillado dentro de mis pulmones. Frente a mí, no en la memoria, el doctor Seraphim estaba sentado, mirándome como un hombre que acaba de despertar en la habitación equivocada. Su rostro estaba pálido. Sus labios temblaban apenas.

—Vi… algo —susurró, más para sí que para mí— Un salón. Música. Usted vestido de… oro.

Mi piel se incendió. No dije nada. Él siguió, como si cada palabra fuese arrancada de una parte de su cabeza que no quería abrir.

—Y una mano… tomaba la mía.

Levantó la mirada hacia mí.

—Sentí amor —se quebró su voz— Y terror.

Una lágrima le resbaló sin que la sintiera, como si su cuerpo llorara antes que su mente.

—No puede estar pasándome esto —dijo, demasiado lento, demasiado honesto— Yo soy racional.

La lámpara en la esquina parpadeó.
Una sombra se estiró detrás de él. Alta. Delgada. Inconfundible. Alaric. No como recuerdo. No como visión. Como presencia.

—Él está recordando —susurró una voz que solo yo oí— Duele, ¿verdad?

El doctor se apretó las sienes como si un alambre caliente le atravesara las ideas.

—Tengo que… aislarlo —dijo entre dientes— Su influencia… es patológica.

Me reí. No porque fuera gracioso. Porque la tragedia, cuando ya es destino, solo puede provocar risa o grito.

—¿Aislarme? —susurré— Doctor no ve que él no está dentro de mí.

El silencio se tensó.

—Está dentro de usted.

El doctor se quedó rígido. Como si una palabra pudiera convertirse en una bala alojada en su alma. Sus dedos temblaron. Su mandíbula también. Y entonces, como un cristal que cede, él retrocedió un paso, mirándome no como paciente. Como espejo roto.

—Voy a traer enfermeros —murmuró, voz quebrada, sin convicción alguna—. Esto… debe detenerse.

Se giró hacia la puerta. Pero la puerta no estaba. Solo pared..Piedra húmeda. El olor a encierro antiguo. El doctor jadeó.

—Dios mío —susurró.

Una risa suave brotó detrás de su oído.
No mía. De él. Alaric.

Dios no está aquí.

La voz cayó como caricia y cuchilla. El doctor giró de golpe, pero no vio a nadie. Yo sí. Alaric se inclinó hacia él, invisible para ojos que aún se niegan.

—No temas —susurró, su voz goteando amor y amenaza— Solo estás volviendo a donde perteneces.

El doctor respiraba como si el aire fuese veneno. Yo me levanté lentamente. Mi sombra tocó la suya.

—Doctor —dije, suavemente, casi con compasión— no huya.

Mi corazón latía como un condenado al borde de un altar. Y, aun así, sonreí.

—Porque si sales de aquí… él irá contigo.

El doctor abrió la boca..No para hablar. Para gritar. Pero no le salió sonido. La luz explotó. Un chasquido eléctrico. Oscuridad total. Y en la oscuridad, dos manos tomaron las mías. Una fría como el mármol de una tumba amada. La otra, temblorosa de humano que ya no sabe si sigue vivo..Y una voz en mi cabeza, dulce y letal:

Mañana él recordará por qué se quitó la vida.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.