El pabellón del amor perdido

El amor se pudre y florece

La oscuridad no se retiró con el amanecer.
Simplemente cambió de forma. Los rayos que cruzaban los ventanales eran pálidos, torcidos, casi metálicos. El sanatorio entero parecía enfermo. Los pasillos habían perdido la simetría; las puertas no estaban donde deberían. Los relojes marcaban horas distintas.

Y él , el doctor Seraphim, no hablaba desde hacía dos días. Los enfermeros lo veían caminar con el mismo porte elegante, pero su mirada había cambiado. Demasiado quieta. Demasiado consciente. Como si escuchara lo mismo que yo. A veces lo veía observar el espejo del pasillo, la superficie turbia que devolvía reflejos descompuestos, y sonreírle a alguien que no estaba ahí. A veces lo veía escribir mi nombre en su cuaderno. Luego lo tachaba. Luego lo volvía a escribir.

Elian.
Alaric.
Alaric.
Elian.

Y así, hasta que la tinta se volvía negra y gruesa, como sangre seca. Aquella noche, la lluvia caía sobre los vitrales del pabellón y el sonido parecía un corazón gigante latiendo fuera del edificio. Yo no dormía. No podía. El aire olía a tormenta y a recuerdos que querían salir.

Oí pasos. No de guardia. No de enfermero.
Pasos lentos, descalzos, como si alguien caminara sin peso. La puerta se abrió sin tocarse. Él estaba allí. El doctor.bCabello desordenado, camisa abierta en el cuello, las pupilas dilatadas como si acabara de despertar de un sueño profundo. Me miró. Y en esa mirada había algo nuevo: un brillo que no era razón ni ciencia. Era memoria. Era deseo.

—Elián —dijo mi nombre como si lo pronunciara por primera vez, o por última— ¿qué hiciste conmigo?

Tragué saliva.

—Nada — susurré — Solo te recordé.

Dio un paso. Luego otro.

—Desde aquella sesión, no puedo dormir. Oigo el piano. Siento su… tu… —se interrumpió, confuso, con la voz quebrándose— Y cuando cierro los ojos, veo tu rostro… pero en otra época.

Lo observé acercarse, sin apartar la vista.

—Entonces ya sabes —le dije.

Él negó con la cabeza, casi suplicando.

—No —susurró—. No quiero saberlo.

—Pero lo recuerdas —insistí, suave—Recuerdas lo que fuimos. Lo que hicimos.

—¡No! —gritó, golpeando la pared.

El eco le devolvió un susurro. Un nombre. Alaric. El doctor se detuvo, helado. El aire se volvió espeso.

—Esa voz… — jadeó.

Yo sonreí. No con burla. Con tristeza.

—Es la tuya, cuando aún eras mío.

Sus ojos se llenaron de un terror hermoso. El tipo de miedo que nace del amor cuando ya no distingue entre placer y condena.

—No puede ser —murmuró—. Tú… tú me estás enfermando.

La lámpara tembló, el vidrio estalló. Las sombras se alargaron. El sonido del piano volvió a llenar el aire, melancólico, antiguo. Y de la esquina más oscura del cuarto emergió la figura que ambos conocíamos. Alaric. No el doctor. El verdadero. Pálido, elegante, casi transparente. Sus pasos no hacían ruido, pero dejaban un eco de hielo. El doctor retrocedió hasta chocar con la pared. Alaric lo observó, luego me miró.

—Te dije que recordaría —susurró.

Su voz era amor y juicio. Una campana rota en el corazón del mundo. El doctor respiraba rápido, desesperado.

—No… no eres real — decía, pero su voz temblaba — Eres una proyección de su trauma. Un delirio compartido.

Alaric sonrió, apenas.

—¿Y si tú eres el delirio? —susurró—.¿Qué pasará cuando él despierte?

Elian yo cerré los ojos.nTodo giraba. Las voces se mezclaban. Mis recuerdos ardían. El olor de las flores del baile. El filo del cuchillo. El sonido del cuerpo cayendo en el lago.

—No —gemí— no me hagas recordarlo.

Sentí un peso helado sobre mis hombros.
Manos que conocía. Sus manos.

—Debes recordarlo —dijo Alaric junto a mi oído— Solo así sabrás quién está muerto de los dos.

El doctor gritó. El vidrio de la ventana se quebró. Una ráfaga de aire helado arrasó el cuarto. Y en ese instante, los tres estábamos allí:

• El médico que no sabía si estaba vivo.
• El fantasma que no sabía si estaba muerto.
• Y yo, atrapado entre ambos, amando y temiendo en la misma respiración.

El piano sonó una vez más..Una nota sola. Un re menor. Y en ese instante, comprendí. El recuerdo no era un recuerdo. Era una advertencia. Porque en el reflejo roto del espejo del cuarto, yo vi a los tres. Y los tres teníamos el mismo rostro.

Elian.
Alaric.
Seraphim.

No había tres hombres. Solo uno que se había amado hasta volverse tres veces real. El doctor cayó de rodillas, sin aliento.

—¿Qué soy yo? — susurró.

Y la voz de Alaric, serena, cruel, respondió:

Eres lo que quedó de mí cuando me lancé al vacío.

La lluvia golpeó los ventanales con furia. Elian, yo, me llevé las manos al rostro, riendo y llorando al mismo tiempo. No sabía si seguía vivo. Y entonces, la última voz, la más fría, habló desde dentro de mi cabeza:

Mañana, Elián uno de nosotros dejará de existir.

Y el piano volvió a sonar, solo para mí.




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