El pabellón del amor perdido

Donde la locura toma forma

La lluvia no se detuvo. Llevaba horas, o días, cayendo sobre los ventanales del pabellón, pero las gotas no sonaban como agua: sonaban como dedos golpeando el cristal desde afuera. Los enfermeros evitaban mi pasillo.

Nadie quería acercarse al cuarto donde, según sus murmullos, las luces cambian de color solas. Solo el doctor Seraphim seguía entrando. Aunque ya no con el paso firme de los primeros días, sino con el andar cuidadoso de alguien que teme encontrar su propio reflejo.

Esa tarde, al verlo cruzar la puerta, supe que algo se había quebrado en él. Llevaba el cabello desordenado, el cuello de la camisa manchado de sudor. Y sus ojos…. Sus ojos tenían la misma profundidad que los del hombre que yo amé en otra vida.

—Elian —dijo con un hilo de voz—, necesito que me digas la verdad.

Su tono era de ruego, no de médico. Y eso me dolió más que cualquier castigo.

—¿Cuál verdad? —pregunté, sabiendo que había más de una.

Él dio un paso, luego otro, hasta quedar tan cerca que podía sentir su respiración.
Olía a tinta, café y miedo.

—Anoche —susurró— soñé que estaba contigo… pero no aquí. Era otro lugar. Un acantilado. Tú llorabas. Yo….

Se interrumpió. Apretó los ojos. Como si ver demasiado le doliera.

—Dilo —le pedí.

—Yo me lancé —murmuró—. Caí al mar.

Su voz tembló. No por el recuerdo, sino por la certeza de que no era un sueño.

—Y cuando desperté —continuó— tenía agua salada en la boca.

Un escalofrío me recorrió entero. No quise tocarlo, temí que si lo hacía desaparecería.

—Entonces ya lo sabes —dije, apenas audible.

—¿Saber qué?

—Que fuiste tú quien murió, Alaric.

La palabra quedó suspendida en el aire. No se atrevió a corregirme. Ni siquiera intentó negar el nombre. Su silencio fue la confesión más pura que he escuchado. Y entonces ocurrió algo que hizo que el mundo se doblara sobre sí mismo. El reloj de pared se detuvo. La lluvia, afuera, cesó en un solo latido. Y un sonido antiguo, húmedo, se arrastró desde los cimientos: el piano. Tres notas. Lentas. Tristes. El doctor dio un paso atrás.

—No puede ser —dijo—. No hay nadie más aquí.

Pero yo sí lo veía. De pie detrás de él, en la penumbra del pasillo.

Alaric.

El verdadero. El muerto. El que me amó demasiado para quedarse dormido bajo la tierra. Su rostro era pálido y hermoso, su piel translúcida como vidrio. Sus ojos eran abismos encendidos. Y cuando habló, lo hizo con esa voz que araña y acaricia al mismo tiempo:

—No te equivoques, Elian. No fue mi cuerpo el que cayó. Fue mi alma.

El doctor se giró con violencia, buscando el origen del sonido. No vio nada. Pero su rostro palideció como si le hubieran arrancado la respiración.

—¿Lo escuchaste? —me preguntó, temblando.

—Sí —dije—. Lo escuché siempre.

Él se llevó una mano al pecho.

—Siento algo dentro… —jadeó— como si alguien… viviera aquí.

Yo di un paso hacia él.

—Está reclamando su lugar.

El aire del cuarto se densificó. Una corriente helada pasó entre nosotros y las lámparas se apagaron una a una. En la oscuridad, oí la voz de Alaric, tan cerca que podía sentirla vibrar dentro de mis huesos.

Él me robó el rostro, Elian. Pero tú me diste el alma.

El doctor cayó de rodillas, jadeando.

—No quiero verlo —gimió—, no quiero.

Y entonces la pared de su espalda se llenó de grietas. Del interior, una sombra empezó a filtrarse, como humo líquido. Y dos manos blancas emergieron, apoyándose sobre sus hombros. Alaric salió del muro como quien atraviesa el sueño de otro. Su mirada era puro amor y puro rencor. Se inclinó sobre el doctor y le susurró al oído:

—Tú no eres yo. Solo una imitación que olvidó su origen.

El doctor gritó. Pero su grito no fue de miedo, sino de reconocimiento. Como si entendiera, al fin, lo que siempre fue. Yo los miraba, paralizado, sin saber a cuál de los dos amar. Y entonces, el reflejo del espejo del cuarto me devolvió la imagen que me arrancó el alma. Yo estaba detrás de ambos. Sonriendo. Y en mi rostro, los ojos no eran míos. Eran azules. Los suyos. El doctor se desplomó al suelo. Alaric me miró desde el espejo, con esa mezcla de ternura y locura que me arrastró toda la vida.

—Falta poco, Elian —susurró— Pronto los tres seremos uno otra vez.

Y el vidrio se agrietó desde dentro, como si su corazón estuviera intentando salir. La grieta se detuvo justo donde mi reflejo sonreía. Y lo último que escuché antes de que la lámpara volviera a encenderse fue su voz, tan baja que parecía un pensamiento:

El amor no termina con la muerte. Solo cambia de cuerpo.




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