El pabellón del amor perdido

El eco dentro de las paredes

El amanecer no llegó. Solo un resplandor enfermizo, gris y azul, que se filtraba por los vitrales como si la luz también estuviera cansada de existir. Los enfermeros hablaban en susurros: las habitaciones no coinciden con el plano, la escalera sube pero termina abajo.

Yo los escuchaba desde mi cama. Me preguntaba si eso era locura colectiva o si la locura éramos nosotros y el edificio estaba aprendiendo de ella. Esa tarde, cuando el doctor Seraphim entró, traía el cuello del abrigo húmedo y los dedos entumecidos. Tenía ojeras nuevas y una sombra pegada a los talones que no le pertenecía.

—Elian —dijo con voz lenta— nadie duerme en el pabellón. Algo está cambiando.

Sus ojos se desviaron hacia la pared del fondo. Las grietas parecían moverse como venas bajo piel.

—Ayer esta habitación era más pequeña —murmuró.

—Tal vez es tu mente la que se expande —le respondí con suavidad.

No sonrió..Se sentó frente a mí y me observó largo rato.

—Desde que te conocí —dijo—, el tiempo parece doblarse. Oigo un piano cuando camino al archivo. Los pasillos repiten tus pasos.

Sus dedos temblaban.

—¿Qué me hiciste?

—Nada —susurré— Solo te recordé tan fuerte que el mundo tuvo que adaptarse.

Entonces se oyó el primer crujido. El suelo vibró como un corazón bajo la madera. Las lámparas parpadearon. Los retratos antiguos giraron solos, mostrando sus espaldas ennegrecidas. El doctor se levantó de golpe.

—Esto es una alucinación compartida. Tiene que serlo.

Pero las alucinaciones no tienen frío. Y el aire de pronto estaba helado. El piano empezó a sonar. No en el pasillo, sino debajo de nosotros, como si el sótano respirara notas. Yo cerré los ojos. Pude sentirlo moviéndose bajo las tablas, cada tecla una pulsación de carne viva. Alaric estaba despierto. No como fantasma, no como recuerdo. Como algo que ahora pertenecía al edificio.

—No lo escuches —dije—. Se alimenta del sonido.

Demasiado tarde. El doctor retrocedió hacia la puerta; esta se cerró de golpe. Y la pared comenzó a llenarse de humedad, formando líneas que dibujaban una silueta humana. Era su rostro. El rostro de Alaric, delineado en moho y agua. El doctor lo miró con una mezcla de miedo y anhelo. Elian, yo, apenas respiraba.

Las gotas se deslizaron por las mejillas del dibujo, simulando lágrimas. Luego, desde los ojos verdes del rostro pintado, brotaron raíces oscuras que se extendieron por todo el muro, cubriéndolo. El sanatorio gemía. El doctor cayó de rodillas, tomándose la cabeza.

—Nos está absorbiendo —jadeó— Está usando las paredes como nervios.

Yo me levanté de la cama. Cada paso que daba hacía temblar las lámparas.

—Porque ya no distingue entre nosotros y él —le dije— Somos una sola herida repitiéndose.

Las raíces se deslizaron hasta el suelo, acercándose. Una de ellas rozó mi pie. Sentí una corriente helada subiendo por mi pierna. El suelo respiró.

—¡Elian, no lo dejes entrar! —gritó el doctor.

Pero era inútil. La raíz se deslizó hasta el pecho y se detuvo justo sobre mi corazón. Y escuché la voz de Alaric, tan clara como si sus labios estuvieran pegados a mi oído:

Déjame quedarme solo un poco más.

Entonces el suelo cedió. Caímos. Ambos. No al vacío, sino al sótano del sanatorio. Un lugar que, según los planos, no existía. Allí había camas oxidadas, cuadernos con nombres tachados, jeringas secas. Y al fondo, un piano cubierto de polvo y rosas marchitas. El doctor se levantó tambaleando.

—Dios mío —susurró— aquí es donde me vi morir en sueños.

Yo me acerqué al piano. Mis dedos tocaron una tecla. El sonido fue un lamento. En el reflejo de su superficie, lo vi: mi rostro mezclado con el suyo. Dos bocas, los mismos ojos. Alaric nos observaba desde el espejo del instrumento, sonriendo.

El sanatorio no existe sin nosotros, dijo.
Y pronto nosotros no existiremos fuera de él.

El doctor retrocedió, horrorizado. El piano empezó a tocarse solo. La melodía era hermosa y espantosa, la misma que sonó la noche de su suicidio. Yo no pude evitar sonreír.

—Está volviendo a casa.

Las luces del sótano se encendieron todas al mismo tiempo, revelando que las paredes estaban cubiertas de retratos. Cada uno mostraba nuestros rostros en distintas épocas. Pacientes. Médicos. Amantes. Reencarnaciones de la misma historia. El doctor cayó al suelo, sollozando.

—No puedo… seguir siendo él.

Y entonces el piano dejó de sonar. La voz de Alaric llenó el aire:

Entonces sé yo.

El reflejo del espejo se estremeció. Una mano salió de él, pálida y húmeda, tocando el hombro del doctor. Él alzó la vista, paralizado. Y antes de que yo pudiera gritar, el vidrio se rompió en mil fragmentos. El piano se desplomó. Y el sótano entero se tragó la luz.

Silencio.

Oscuridad.

Y el leve eco de un corazón que ya no sabía a quién pertenecía.




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