Cuando abrí los ojos no había oscuridad, pero tampoco luz. Una penumbra gris, viscosa, llenaba el sótano. El aire olía a hierro, humedad y rosas muertas.
El doctor yacía a mi lado, inconsciente. El piano estaba partido, las teclas dispersas como dientes arrancados. Del hueco donde se había hundido el espejo, brotaba una hilera de agua roja que recorría el suelo y se perdía entre las grietas. No era sangre. O quizá sí, pero del edificio.
Me incorporé. El agua tibia me rodeaba los pies. El murmullo subía por las paredes: cientos de voces, todas susurrando mi nombre. No era un canto. Era un rezo.
Elian.
Elian.
Elian.
Me cubrí los oídos, pero el sonido seguía, vibrando desde adentro. El doctor despertó con un gemido. Sus ojos, aún turbios, buscaron los míos.
—¿Dónde estamos?
—En el vientre del sanatorio —dije— Ya no somos huéspedes. Somos órganos.
Él se incorporó con dificultad. El suelo palpitaba bajo nuestros cuerpos.
—Esto es… una alucinación compartida —intentó decir, pero su voz se quebró.
Las paredes respondieron con una risa baja, húmeda.
—Una alucinación —repitió— no deja marcas.
Extendió la mano.bEl muro le devolvió un latido. Nos miramos. Ya no había preguntas.
Subimos por una escalera en espiral que no terminaba. Los escalones estaban cubiertos de símbolos grabados: fechas, nombres, iniciales. Cada paso que daba, un recuerdo se encendía en mi cabeza.
Yo con él, en otro tiempo. La primera vez que me dijo te amo. La caída. El mar. El golpe. Mi respiración se volvió un sollozo. Él, el doctor, me sujetó la muñeca.
—No sigas —murmuró—. Si llegamos arriba, no quedará nada que olvidar.
—Entonces quedará solo amor —respondí.
Y seguí subiendo.
Llegamos a un corredor que no estaba antes. Las paredes eran de mármol negro. El aire tenía el perfume agrio de los lirios. Y en el centro del pasillo, una puerta. Alta, blanca, sin pomo. En el centro, un símbolo que se movía como una pupila. Nos acercamos despacio. La superficie se estremeció. Y una voz, la suya, la de Alaric, brotó del mármol.
Uno de ustedes debe quedarse.
El doctor retrocedió.
—¿Qué significa eso?
Yo sonreí sin alegría.
—Siempre fue así. Cada vez que la historia se repite, uno se queda con la memoria y el otro con la forma.
El piso tembló. El pasillo empezó a llenarse de agua roja que subía rápido. Las voces gritaban ahora, corriendo por los muros.
—¡Decide, Elian! —rugió la voz.
El doctor me tomó del rostro. Sus manos temblaban.
—No te dejaré aquí —dijo con desesperación.
Sus ojos azules brillaban. Los mismos ojos. Y en ese instante lo comprendí todo: él y Alaric no eran dos. Solo partes arrancadas de la misma alma. El alma que yo había amado y condenado. Las paredes se abrieron como costillas. Detrás, el corazón del edificio latía. Gigante. Vivo. Esperando sacrificio. El doctor me empujó hacia atrás.
—Si uno debe quedarse… que sea yo.
Intenté detenerlo, pero una fuerza invisible me apartó. El suelo se partió en dos. El agua roja nos separó.
Lo vi entrar en la cámara palpitante. El resplandor lo envolvió. Su silueta se disolvió en luz. El grito de Alaric y el suyo se mezclaron. Un sonido de amor, de muerte, de fusión. El agua bajó. Las paredes se cerraron. Y todo quedó quieto. Solo el piano, en algún lugar arriba, tocaba una melodía nueva. Me arrodillé. Lloré. Reí. No sabía qué quedaba de mí. Y entonces lo escuché.nLa voz. Su voz. Desde dentro de mi cabeza.
No te dejé solo, Elian. Ahora yo soy el sanatorio.
Levanté la mirada. Las paredes respiraban. Mi reflejo en el charco rojo sonrió con sus ojos azules. Y la puerta blanca volvió a abrirse lentamente. Detrás, un corredor desconocido. Y al fondo, alguien esperando. La voz murmuró:
Ven, amor mío. Aún no termina.