[Elian]
El pasillo blanco me tragó. No tenía techo ni suelo, solo una claridad lechosa que dolía a la vista. Cada paso que daba resonaba como si caminara sobre agua, aunque mis pies no tocaban nada. A lo lejos, una figura me observaba. Alta. Delgada. Inmóvil. Al principio pensé que era Alaric, pero cuando me acerqué noté el detalle: la figura tenía mi rostro.
—¿Quién eres? —pregunté.
Mi voz rebotó y volvió multiplicada, respondiéndose a sí misma.
—Soy quien se quedó —dijo mi doble— Tú elegiste seguir, yo elegí recordar.
Intenté acercarme más, pero el aire entre nosotros era espeso, casi sólido.
—¿Dónde está él? —susurré.
—En todas partes. —La figura sonrió— Escúchalo.
El silencio se volvió un pulso grave.vLas paredes transparentes empezaron a latir como si el sanatorio respirara mi nombre.
Elian.
La voz era suya. La misma que una vez me susurró te amo y después te esperaré.
Ahora sonaba como una plegaria. O una orden. Mi reflejo extendió la mano.
—Ven conmigo. Aquí el dolor es eterno, pero no estás solo.
Yo di un paso adelante. El aire vibró. Y del techo empezó a caer una lluvia fina de ceniza. Entre los copos reconocí fragmentos de papel, retratos, nombres de antiguos pacientes: todos borrándose al tocar el suelo.
Comprendí entonces que el sanatorio no solo se estaba pudriendo. Estaba olvidando. Y si me quedaba, también yo sería borrado. Di otro paso atrás. El reflejo me miró, triste.
—No se puede volver a amar dos veces al mismo fantasma.
Y desapareció.
[El enfermero Thomas]
El cielo de Londres se había vuelto del color del plomo. El carruaje se detuvo frente a las rejas del Instituto Seraphim, que llevaban tres días cerradas.
—Solo echaré un vistazo —le dijo al cochero— Volveré en seguida.
El portón chirrió. El aire del jardín olía a humedad y a algo más: una dulzura rancia, como flores podridas. El vestíbulo estaba en penumbra..Las lámparas encendían y se apagaban solas.
—¿Doctor Seraphim? —llamó Thomas, con voz temblorosa.
Nada. Solo el eco. Y un sonido leve, insistente: un piano.
Siguió el rastro. Los pasillos parecían distintos; las puertas cambiaban de sitio cuando las miraba de reojo. Llegó al ala norte. Allí, la puerta del pabellón 13 estaba abierta. El piano sonaba dentro.
[Elian]
Volví a oírlo: el piano. Pero ya no estaba en mi cabeza. Venía de algún lugar real, al otro lado de la luz.
El corredor empezó a oscurecerse. Las paredes se derritieron en sombras líquidas. Corrí, sin saber hacia dónde, hasta que una puerta apareció delante de mí. Blanca. Con una grieta en forma de corazón. La empujé. Y al otro lado estaba el pabellón. El mismo, pero vacío. Las sábanas cubiertas de polvo. Las ventanas tapiadas. El piano tocándose solo, sus teclas hundiéndose como si respiraran.
—Alaric… —susurré.
El sonido se detuvo. El silencio pesó como plomo. En el espejo del piano, una sombra se movió. No la suya. No la mía. Otra. Una voz ajena, ronca, habló detrás de mí:
—¿Quién está ahí?
[El enfermero]
Elian se volvió. Thomas lo vio. Un joven de piel blanca, ojos dorados, camisa manchada de polvo y sangre seca. Parecía no haber envejecido un día.
—¿Eres un paciente? —preguntó el enfermer
— ¿Dónde está el doctor Seraphim?
Elian lo miró con una sonrisa lenta, triste.
—No puede venir ahora. Él es la casa.
Thomas frunció el ceño. El piano volvió a sonar, más fuerte, más rápido. Las paredes vibraron. Los retratos cayeron. Y el techo empezó a rezumar agua roja. El enfermero retrocedió. Elian avanzó hacia él.
—Debes marcharte —dijo— Antes de que te reconozca como parte de nosotros.
El piso se partió bajo sus pies. Del hueco brotó una corriente negra, subiendo como humo. Dentro del humo, la silueta de un hombre: ojos celestes, manos extendidas, sonrisa conocida.
Alaric.
Su voz llenó el pabellón.
No hay salida, Elian. Este lugar solo se abre cuando alguien más entra.
Thomas gritó. Intentó correr, pero las puertas se cerraron de golpe. Elian lo miró con compasión infinita.
—Lo siento.
El humo lo envolvió todo. El piano estalló en una nota aguda que duró siglos.
Cuando la calma volvió, el pabellón estaba limpio. Sin polvo, sin sangre, sin grietas. Solo un joven rubio dormido en una cama. Y un hombre de ojos celestes observándolo desde la penumbra, tomando notas en un cuaderno nuevo. En la portada, las letras frescas decían:
Paciente 001 – Elian D’Aubrey.
Psiquiatra asignado: Dr. Alaric Seraphim.
El reloj dio la primera campanada. Y desde algún rincón, invisible, una tercera voz susurró:
Otra vez.