Era una mañana muy fría, además llovía a cantaros desde la noche anterior, casi parecía que Dios habría enviado el segundo diluvio a limpiar a maldad de toda la tierra. Sebastián bajo del auto que lo condujo hasta aquel enorme y viejo edificio que cumplía la función de ser orfanato ubicado en un suburbio de la ciudad. Sebastián era un tipo de unos 40 años, delgado, pero de complexión atlética, muy pálido casi parecía estar enfermo y tenía una mirada fría, inexpresiva, carente de vida. Era realmente difícil verlo fijamente a los ojos.
Justo al entrar al edificio Sebastián se percató que algo no estaba bien, con una inquietante calma subió las escaleras, inspeccionando el lugar, cada detalle, cada sensación, aunque solo parecía subir las escaleras algo pensativo, la verdad era que nada se le escapaba y con cada escalón que avanzaba más fuerte era el sentimiento de que algo no estaba donde debía en aquel lúgubre edificio. Al llegar al 4to piso pudo comprobar que había llegado al sitio correcto. Los niños y las monjas estaban afuera de sus habitaciones con expresión de horror en sus rostros, todos mirando hacia un solo sitio, la puerta del último dormitorio del piso, esta estaba cerrada a cal y canto por fuera con grandes cadenas y tenía una cruz clavada a ella. Sebastián avanzo por el pasillo, justo en medio de las monjas y de los niños que se aglomeraba en el estrecho pasillo detallando cada uno de los asustados rostros y todos ellos miraban a Sebastián con expresión de curiosidad, esperanza y miedo. Todo lo que se escuchaba en aquel tétrico escenario eran oraciones entre murmuras que no hacían más que darle un toque siniestro a la situación. A medida que se acercaba aquella puerta un hedor a putrefacción y carne chamuscada iba inundando el sitio, Sebastián se detiene al ver a una monja de unos 50 años, con grandes ojeras, ojos rojos por excesos de lágrimas y expresión cansada.
-¿Es usted la Hermana Susan? - soltó Sebastián.
La vos de Sebastián sorprendió a la hermana Susan quien estaba ensimismada en sus oraciones, esta lo miro con nerviosismo y sorpresa, la vos de aquel hombre era fría, monótona, carente de emociones. Cuando cayó en cuenta.
- ¡Sí! usted debe ser Sebastián... se lo ruego, por favor ayúdela- Exclamo la Pobre monja desesperada, tenía los ojos enrojecidos por las lágrimas, el nerviosismo de la pobre monja se hacía notar a leguas, como todos en aquel tétrico piso, estaba aterrada.
-Lo haré, lo haré - Espeto Sebastián monótonamente.
La monja quiso decir algo, pero Sebastián haciendo ademanes la interrumpió
- lo sé lo sé, no tiene que decir nada, después de todo el Vaticano y yo no nos llevamos bien - cerro aquella oración con una lánguida sonrisa.
La monja estaba algo apenada, Sebastián era la última esperanza de aquella niña y también la última opción a la que ella había acudido, las órdenes de arriba eran claras, Sebastián no debía intervenir, pero nadie vino en su ayuda.
- No sabe lo mucho que le agradezco que haya venido hasta acá, pero debe saber que lo que hay allí dentro es muy...
Sebastián la interrumpió con otro ademan - Lo sé- dijo pausadamente - Sé exactamente lo que hay allí- Esta vez miro a la monja directamente a los ojos y diciendo en un tono de voz que todos pudieran oír -Necesito que todos salgan de este piso, no es un lugar seguro.
La monja quiso responder, pero su cerebro no proceso ninguna respuesta, su lengua no respondió, ¡Ese hombre tenía una mirada aterradora - iVáIgame Dios! - consiguió pensar para sí un instante después.
Las demás monjas y los niños observaban con asombro e intriga a Sebastián quien seguía acercándose aquella puerta sin mostrar un atisbo de miedo, muchos de ellos pensaron que el tipo era un demente otros que solo era un charlatán al que se le esfumaría el falso coraje al abrir aquella horrenda puerta, otros simplemente estaban asombrados. Sebas al ver que nadie hizo caso de su advertencia, se volteó un poco hacia la multitud y sacando una sonrisa macabra que hacía perfecto juego con aquella mirada tan aterradora y gélida; soltó
- ¿Enserio quieren permanecer acá cuando abra aquella puerta? - y su sádica sonrisa se ensancho
- Pues bien, como quieran, pero solo me preocupare por la chiquilla que está ahí dentro, lo que les pase a ustedes es su problema, se los advertí - finalizó con su mueca aun presente. Las personas apresuraron a desalojar el sitio al oír aquellas palabras tan escalofriantes, Sebastian era un tipo realmente inquietante.
Con cada paso que daba, con cada centímetro que avanzaba la pesadez en el ambiente era mayor y aquel hedor se volvía cada vez más repugnante, no importa cuántas veces lo haya presenciado, lo peor y a lo a que nunca se acostumbraría sebas con toda certeza seria al perfume pútrido de la muerte.
- Click- el primer candado cedió suavemente - click- Luego el segundo, un frio electrizante recorrió toda su columna vertebral, al quitar el ultimo seguro de la puerta y poner la mano en el pomo para abrir, una risa macabra, gutural y que despedía un aliento a excremento se oyó tapada por la puerta que aún seguía cerrada.
-¿Qué pasa exorcista? ¿Por qué no entras de una vez? Acaso estas dudando?
Luego la misma carcajada atronó, pero esta vez mucho más fuerte y hedionda. Sebas abrió la puerta y entro al recinto con su característica calma.
Al entrar en la habitación un súbito cambio de atmosfera le abofeteo la cara, el fétido hedor se apodero de sus sentidos, un olor tan fuerte como repugnante, tanto que sentía que dolía y un pesado frio que le helaba la sangre... la habitación estaba oscura y húmeda, en el centro de la habitación, en una silla estaba atada con fuertes correas de cuero una pequeña niña, Clarise se llamaba, tenía apenas 11 años, estaba pálida, demacrada, con signos de desnutrición, lo miraba con un profundo odio, clavando en su ser aquellos ojos azules.