La relación entre mi esposa y yo nunca fue fácil. Era una sucesión de conflictos, de discusiones que parecían no tener fin. Y aunque las cosas finalmente mejoraron gracias a nuestra hija, Sofía, hay un momento oscuro que jamás podré olvidar. Ese instante se quedó grabado en mí, como una cicatriz imborrable, una noche en la que lo inexplicable se apoderó de nuestro hogar.
Todo ocurrió cuando Sofía era apenas un recién nacido. En ese entonces, los celos y la desconfianza eran como sombras espesas que envenenaban cada conversación con mi esposa. A menudo discutíamos, y aquella noche no fue la excepción. Al llegar a casa, las palabras se convirtieron en gritos, en un eco ensordecedor que retumbaba por toda la casa. Los muros parecían vibrar, y el llanto de nuestra hija, que resonaba desde su habitación, era un grito desesperado, como si también sintiera el veneno que emanaba de nuestra pelea.
Esa noche, en medio de la discusión, dejé escapar palabras que jamás debí pronunciar. La ira me cegaba, y en un momento de furia, le grité: "Si alguna vez nos dejamos, haré un pacto con el diablo mismo para quedarme con Sofía." La frase se suspendió en el aire, y una extraña sensación recorrió la casa, como si las paredes hubieran absorbido esas palabras con voracidad. Sentí el ambiente volverse denso, casi sofocante, como si algo siniestro se hubiera despertado en la penumbra.
Mi esposa, impactada, no dijo nada. Tomó a nuestra hija y se fue a la habitación, dejándome en la sala, sumido en el remordimiento, en esa mezcla de ira y desesperación que me estaba consumiendo. Cuando el silencio finalmente se apoderó de la casa, me dirigí a la habitación, esperando que el sueño nos brindara un respiro, un escape.
Sin embargo, algo me despertó en mitad de la madrugada. Abrí los ojos y me encontré con la figura de mi esposa, sentada en la esquina de la cama. De espaldas, con la cabeza gacha, sus hombros temblaban en un llanto ahogado, un sonido que, en la oscuridad, se transformaba en algo perturbador, un sollozo que parecía provenir de un lugar muy lejano. Noté su pijama de perrito y sus hombros encorvados, una imagen que se clavó en mí como una espina de terror inexplicable.
Intenté hablarle. "Cariño, acuéstate y descansa. Mañana hablaremos con calma", susurré, tratando de no asustarla. Pero mi voz se desvaneció en la penumbra; ella no respondió. Me acerqué un poco más, titubeante. “Por favor, discúlpame”, murmuré, esperando una reacción, un movimiento. Pero ella siguió llorando, sin mirarme, como si mi presencia fuera insignificante.
En ese instante, el aire cambió. Se volvió helado, impregnado de un olor agrio, a humedad y algo más… algo que no podía identificar. Algo se retorcía en la penumbra, invisible, y me invadió la certeza de que no estábamos solos. Con el corazón acelerado, extendí mi mano para tocarle el hombro, para romper esa barrera invisible que parecía rodearla. "Cariño, hablemos…" Pero entonces, cuando mis dedos la rozaron, algo imposible ocurrió.
Al girar, la figura de mi esposa se transformó. Su rostro no era el de ella; era una máscara grotesca, una calavera cubierta de carne podrida, colgando como si la piel se deslizara de sus huesos. Los ojos eran cuencas vacías, llenas de un abismo profundo y oscuro, y de su boca escapaba un susurro bajo y gutural: “Aquí estoy, ¿para qué me necesitas?”
Retrocedí, horrorizado, con la garganta cerrada, incapaz de gritar. La entidad se levantó lentamente, cada movimiento acompañado de un crujido, como si sus huesos se quebraran y su carne se desgarrara en el proceso. La sonrisa macabra que se extendía en su rostro parecía deleitarse en mi terror. Y en un susurro apenas audible, murmuró: “¿Creías que podías invocarme sin consecuencias?”
Una risa grave, burlona, comenzó a salir de su boca, un sonido que llenó la habitación y que hizo vibrar el suelo bajo mis pies. Quise retroceder, pero me di cuenta de que estaba atrapado, que una fuerza invisible me había paralizado. Miré desesperado a mi alrededor, y entonces noté algo que me heló aún más la sangre: mi esposa dormía profundamente en el otro lado de la cama. No se había levantado, ni había salido de su sueño.
Mi mente se tambaleaba, intentando comprender lo que estaba ocurriendo. Miré de nuevo hacia la figura, que ahora flotaba, acercándose hacia mí. “Prometiste un pacto, y aquí estoy para escucharlo”, dijo, mientras su cuerpo se desvanecía en la oscuridad, atravesando la puerta, deslizándose como un humo negro, dejándome solo, temblando, sin aliento.
Cuando al fin pude moverme, encendí la luz y desperté a mi esposa, contándole lo que acababa de ocurrir. Ella, pálida y con la mirada perdida, confesó que había tenido un sueño extraño, como si algo o alguien la hubiera retenido en el fondo de un pozo oscuro, incapaz de despertar.
Desde entonces, el miedo a esa entidad no ha abandonado nuestro hogar. La sensación de que algo más nos observa, esperando que vuelva a pronunciar esas palabras prohibidas, me sigue atormentando. Y en las noches de silencio, cuando los ecos de nuestra discusión regresan, siento su presencia en algún rincón, esperando su oportunidad, aguardando en la oscuridad por una invitación para volver a entrar.