A los cuarenta años, Javier Mendoza creía que su vida había alcanzado una monotonía insoportable. Su pequeño taller de reparación de relojes en el corazón de Madrid, con sus paredes cubiertas de estanterías repletas de engranajes y manecillas, era su refugio y su prisión. Cada día era igual: el tintineo de los relojes, el aroma a café rancio de la máquina en la esquina, y los clientes que entraban con prisas, dejando atrás objetos que contaban historias que Javier nunca conocería. Pero esa mañana, algo cambió.
Era un martes de octubre, con el aire fresco colándose por las rendijas de la ventana. Javier estaba ajustando un viejo reloj de cuco cuando sintió un escalofrío, como si alguien hubiera susurrado su nombre en una habitación vacía. Alzó la vista, esperando encontrar a un cliente, pero la tienda estaba desierta. Entonces lo vio: en la pared del fondo, donde siempre había colgado un espejo antiguo, ahora había una puerta. No era una puerta común. Su marco era de madera tallada con símbolos que parecían moverse bajo la luz, y la superficie brillaba como si estuviera hecha de cristal líquido.
Javier se acercó, con el destornillador aún en la mano. No había ninguna razón lógica para que esa puerta estuviera allí. El taller era pequeño, y detrás de esa pared solo estaba el callejón trasero, lleno de contenedores de basura. Tocó el pomo, frío como el hielo, y lo giró. La puerta se abrió con un crujido suave, revelando no el callejón, sino un paisaje imposible: un bosque de árboles dorados bajo un cielo púrpura, donde flotaban esferas luminosas como luciérnagas gigantes.
El corazón de Javier latía con fuerza. Intentó dar un paso hacia adelante, pero una fuerza invisible lo detuvo, como si una pared de cristal lo separara del otro lado. Podía ver, oler el aroma a tierra húmeda y algo dulzón, pero no podía cruzar. Frustrado, cerró la puerta y, al volverse, el espejo estaba de nuevo en su lugar, como si nada hubiera pasado.
Esa noche, Javier no durmió. Dio vueltas en su pequeño apartamento encima del taller, preguntándose si había perdido la cabeza. Pero al día siguiente, la puerta reapareció, esta vez en una esquina diferente del taller. Ahora mostraba un desierto infinito de arenas rojas, con torres de cristal que se alzaban hacia un sol doble. Y allí, en la distancia, vio algo que lo hizo detenerse: un gato esfinge, sin pelo, con ojos como zafiros, observándolo desde el otro lado. El animal inclinó la cabeza, como si lo reconociera, antes de desvanecerse entre las dunas.
Javier no entendía qué estaba pasando, pero una idea comenzó a formarse en su mente. Si no podía cruzar esas puertas, tal vez alguien más sí podría. Y si esas puertas llevaban a mundos como los que había visto, había gente que pagaría por explorarlas. Mucho. Por primera vez en años, Javier sintió una chispa de emoción. No sabía cómo ni por qué, pero su vida acababa de cambiar para siempre.
#186 en Paranormal
#69 en Mística
#248 en Ciencia ficción
viajes entre dimensiones, misterios ocultos en espejos, transformación interior
Editado: 03.09.2025