El Pacto de los Espejos

Capítulo 2: El Primer Cliente

Javier pasó los días siguientes obsesionado con las puertas. No aparecían todos los días, pero cuando lo hacían, siempre era en el taller, en lugares inesperados: una vez en el techo, otra en el suelo, como una trampilla que no debería estar allí. Cada puerta mostraba un mundo diferente: un océano de nubes donde flotaban islas de piedra, una ciudad de edificios que parecían hechos de luz sólida, un páramo cubierto de flores que cantaban con voces humanas. Y en tres de esas puertas, volvió a ver al gato esfinge. Siempre estaba allí, en la distancia, con su piel arrugada y sus ojos brillantes, mirándolo como si supiera algo que él no.

Javier comenzó a tomar notas. Compró un cuaderno de cuero en una librería cercana y anotaba cada aparición: la hora, el lugar de la puerta, el paisaje al otro lado, y si el gato estaba presente. No entendía por qué no podía cruzar, pero la idea de un negocio seguía creciendo en su mente. Si estas puertas eran reales, y si otros podían cruzarlas, podía ofrecer algo único: aventuras en mundos imposibles. Pero primero necesitaba probarlo.

El viernes por la mañana, mientras ajustaba un reloj de bolsillo, la puerta apareció de nuevo, esta vez en la pared junto a la entrada del taller. Mostraba un valle cubierto de hierba azul, con montañas que flotaban como globos en un cielo esmeralda. Javier estaba tan absorto mirándola que no notó a la mujer que entró en la tienda hasta que carraspeó.

—¿Señor Mendoza? —dijo una voz firme. Era una mujer de unos treinta años, con el cabello corto y teñido de rojo, vestida con una chaqueta de cuero y botas de montaña. Sus ojos tenían un brillo de curiosidad insaciable—. Me llamo Clara Vega. Escuché que usted… bueno, que tiene algo especial que ofrecer.

Javier parpadeó, confundido. No había hablado con nadie de las puertas. Pero antes de que pudiera responder, Clara señaló la pared. —¿Eso es una de ellas, verdad? Una puerta a otro mundo.

—¿Cómo sabes…? —empezó Javier, pero ella lo interrumpió con una sonrisa.

—Digamos que tengo contactos que saben cosas raras. Quiero cruzar. Y estoy dispuesta a pagar.

Javier dudó. No tenía idea de si era seguro, de si la puerta permanecería abierta, o de qué encontraría Clara al otro lado. Pero la chispa en los ojos de la mujer era contagiosa, y la idea de convertir su descubrimiento en algo tangible era demasiado tentadora. Acordaron un precio —una suma que hizo que Javier arqueara las cejas— y establecieron reglas: Clara llevaría un teléfono con cámara para grabar lo que viera, regresaría en una hora, y no tocaría nada que pareciera peligroso.

Cuando Clara cruzó la puerta, Javier sintió una mezcla de envidia y alivio. La vio desaparecer en el valle de hierba azul, su figura empequeñeciéndose bajo el cielo esmeralda. Mientras esperaba, miró a través de la puerta y allí estaba de nuevo: el gato esfinge, sentado en una roca flotante, observándolo con esa mirada penetrante. Esta vez, el gato ladeó la cabeza y emitió un maullido silencioso, como si intentara decirle algo. Luego, la puerta se desvaneció.

Clara regresó cuarenta minutos después, con el rostro iluminado por la emoción. Traía un puñado de hierba azul que brillaba tenuemente y un video que mostraba criaturas voladoras como libélulas gigantes. Pagó sin dudar y prometió volver. Javier cerró el taller esa noche con el cuaderno en la mano, sabiendo que su vida nunca volvería a ser la misma. Pero una pregunta lo atormentaba: ¿quién, o qué, era ese gato, y por qué parecía seguirlo a través de los mundos?




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