El Pacto de los Espejos

Capítulo 3: El Rumor se Extiende

El taller de Javier Mendoza, que hasta hace poco era un rincón olvidado de Madrid, comenzó a transformarse en algo más. La noticia de las puertas se esparció como un susurro en los círculos correctos: aventureros, coleccionistas de rarezas, incluso algún que otro excéntrico con demasiado dinero. Clara Vega, la primera cliente, resultó ser una bloguera de experiencias extremas con un pequeño pero leal grupo de seguidores. Su video del valle de hierba azul, con las libélulas gigantes planeando bajo un cielo esmeralda, se volvió viral en ciertos foros oscuros de internet. Aunque nadie mencionaba a Javier por nombre, las palabras “puertas” y “mundos” empezaron a aparecer en mensajes privados y conversaciones en bares clandestinos.

Javier, sin embargo, no estaba preparado para la atención. Cada vez que una puerta aparecía, sentía una mezcla de emoción y ansiedad. Había establecido un sistema: cobraba una tarifa alta, hacía firmar un contrato rudimentario que eximía al taller de cualquier responsabilidad, y limitaba las expediciones a una hora. Pero no podía controlar lo que los clientes hacían al otro lado. Algunos regresaban con objetos extraños —piedras que brillaban sin motivo, plumas que parecían arder sin consumirse—, otros con historias que sonaban a delirios. Y en cada puerta, Javier buscaba al gato esfinge. No siempre aparecía, pero cuando lo hacía, su presencia era inquietante, como un mensaje que no podía descifrar.

Esa mañana, una puerta se materializó detrás del mostrador, en el lugar donde solía guardar su cafetera. Mostraba un paisaje de cuevas iluminadas por cristales que pulsaban como corazones. Javier estaba anotando los detalles en su cuaderno cuando entró un nuevo cliente: un hombre mayor, de traje impecable y mirada astuta, que se presentó como Diego Salazar. No era un aventurero, sino un coleccionista de antigüedades raras. Había oído rumores sobre los “artefactos” que algunos clientes de Javier traían de vuelta.

—Quiero algo único —dijo Diego, dejando una tarjeta de visita con un número de teléfono y un símbolo que Javier no reconoció: un círculo atravesado por tres líneas curvas—. Algo que nadie más tenga. Pago el triple de tu tarifa habitual.

Javier dudó. Los objetos que traían los clientes eran impredecibles, y no siempre era claro si eran seguros. Pero el dinero era tentador, y Diego tenía un aire de autoridad que hacía difícil negarse. Acordaron que Diego cruzaría la puerta al día siguiente, con un equipo de grabación y un maletín para recolectar lo que encontrara.

Cuando Diego cruzó la puerta, Javier se quedó mirando el paisaje de cuevas. Los cristales pulsantes emitían un zumbido que le erizaba la piel. Y entonces, en una repisa dentro de una cueva, lo vio: el gato esfinge. Esta vez, el animal no solo lo miró. Caminó hacia la puerta, deteniéndose justo al borde, donde Javier podía ver cada detalle de su piel arrugada y sus ojos azules como el hielo. El gato abrió la boca, y aunque no emitió sonido, Javier sintió una palabra resonar en su mente: “Encuéntrame”.

La puerta se cerró antes de que pudiera reaccionar. Diego regresó con un cristal que brillaba como un pequeño sol, pero Javier apenas le prestó atención. Esa noche, en su apartamento, no pudo dormir. El gato no era solo una coincidencia. Estaba conectado a las puertas, a él, a algo más grande. Pero, ¿qué? Y mientras los rumores sobre su taller se extendían, Javier empezó a preguntarse si estaba abriendo puertas a mundos que no estaba preparado para entender.




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