Javier Mendoza apenas había cerrado los ojos cuando el eco de aquella palabra, “Encuéntrame”, resonó de nuevo en su mente, como un susurro atrapado en las paredes de su cráneo. La imagen del gato esfinge, con su piel arrugada y sus ojos de zafiro, lo perseguía incluso en sueños. Se levantó de la cama, empapado en sudor, y bajó al taller en la penumbra de la madrugada. Las estanterías de relojes parecían observarlo, sus tictacs un coro inquietante que llenaba el silencio. No había puerta esa noche, pero Javier sabía que no tardaría en aparecer. Siempre lo hacía.
El taller ya no era solo un negocio de reparación de relojes. En apenas unas semanas, gracias a los rumores y a clientes como Clara Vega y Diego Salazar, Javier había ganado más dinero que en los últimos cinco años. Había pagado deudas atrasadas, comprado una nueva cafetera que no olía a rancio, e incluso estaba considerando mudarse a un apartamento más grande. Pero el dinero, aunque bienvenido, no aliviaba la inquietud que crecía en su interior. Cada puerta que aparecía era una promesa y una amenaza. ¿Qué significaba el gato? ¿Y por qué él, Javier, no podía cruzar al otro lado?
Esa mañana, el taller estaba en calma, el aire cargado con el aroma de café recién hecho y el tictac constante de los relojes. La puerta apareció en la pared del fondo, donde solía estar el espejo antiguo. Era diferente esta vez: un arco de piedra negra tallada con runas que parecían sangrar luz roja. Al abrirla, Javier vio un paisaje que le heló la sangre: un océano de sombras líquidas, donde islas de hueso blanco flotaban bajo un cielo atravesado por rayos verdes. En una de las islas, el gato esfinge estaba sentado, pero esta vez no estaba solo. A su lado había una figura humana, envuelta en una capa que parecía tejida de oscuridad. La figura alzó una mano, como saludándolo, y Javier sintió un escalofrío que lo hizo retroceder.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, Clara Vega irrumpió en el taller. Había cambiado desde su primera expedición: su cabello rojo ahora estaba salpicado de mechones plateados, y sus ojos tenían un brillo febril. Había cruzado más puertas que cualquier otro cliente, convirtiéndose en una especie de embajadora de los mundos imposibles. Pero también estaba obsesionada, y Javier lo sabía.
—Esa puerta —dijo Clara, señalando el arco de piedra negra—. Es diferente, ¿verdad? Puedo sentirlo. Déjame cruzar.
Javier dudó. Las puertas recientes eran cada vez más inquietantes, y la presencia de la figura junto al gato lo ponía nervioso. Pero Clara no aceptaba un no por respuesta. Pagó el doble de la tarifa habitual, firmó el contrato con una sonrisa tensa y se equipó con una cámara de alta definición y un dispositivo que Adrián, el físico, le había dado: un detector de anomalías temporales. Javier la observó cruzar, su figura engullida por las sombras del océano líquido. Pero antes de que la puerta se cerrara, el gato esfinge giró la cabeza hacia él y, por primera vez, habló con una voz que resonó en su mente como un trueno: “Estás cerca”.
El taller quedó en silencio, salvo por el tictac de los relojes. Javier se sentó, temblando, y abrió su cuaderno. Las anotaciones sobre el gato llenaban páginas: sus apariciones, sus miradas, sus mensajes. Pero esa voz, clara y directa, era nueva. ¿Cerca de qué? ¿De la verdad? ¿De un peligro? No tuvo tiempo de pensar más, porque el teléfono sonó. Era Diego Salazar, el coleccionista, con un tono urgente.
—Javier, he encontrado algo —dijo Diego—. Uno de los cristales que traje de las cuevas… no es solo un objeto. Creo que está vivo. Y está… comunicándose.
Javier colgó, con el corazón acelerado. Los objetos que los clientes traían siempre habían sido extraños, pero ¿vivos? Corrió al almacén, donde guardaba el cristal de Diego. Al tocarlo, sintió un pulso, como un latido, y una imagen fugaz apareció en su mente: el gato esfinge, sentado en un trono de hueso, con la figura encapuchada a su lado. La visión se desvaneció, pero dejó una certeza: el gato no era solo un observador. Era una clave.
Clara regresó media hora después, con el rostro pálido y las manos vacías. No traía objetos, solo un video borroso que mostraba sombras moviéndose bajo el océano líquido, como criaturas vivas. Habló de una ciudad sumergida, de voces que susurraban en lenguas desconocidas, y de una sensación de ser observada. Pero lo que más inquietó a Javier fue su última frase: “Había alguien allí. No era humano, pero sabía mi nombre”.
Esa noche, Javier no subió a su apartamento. Se quedó en el taller, con el cuaderno abierto y el cristal de Diego en la mano. El pulso del cristal parecía sincronizarse con su propio corazón. Sabía que las puertas no eran solo portales a otros mundos; eran parte de algo más grande, algo que lo involucraba a él y al gato. Pero, ¿por qué no podía cruzar? ¿Y quién era la figura encapuchada? Mientras miraba la pared donde había aparecido la última puerta, un maullido suave rompió el silencio. Venía de dentro del taller.
Javier giró lentamente, buscando la fuente del sonido. No había nada, solo sombras y relojes. Pero en el espejo antiguo, que había vuelto a su lugar, vio un reflejo que no era el suyo: el gato esfinge, mirándolo con ojos que parecían contener galaxias. Y detrás del gato, la figura encapuchada alzó una mano, señalando algo que Javier no podía ver. El maullido se convirtió en un rugido en su mente: “Abre la próxima puerta. Encuéntrame”.
El taller tembló, y Javier supo que la siguiente puerta sería diferente. No solo para sus clientes, sino para él. Algo lo estaba llamando, y no podía seguir ignorándolo. Pero, ¿estaba listo para enfrentar lo que encontraría al otro lado?
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Editado: 21.09.2025