El Pacto de los Espejos

Capítulo 7: El Susurro del Metal

Javier Mendoza apenas había tocado la cama la noche anterior. El eco de la palabra “Elige” y la imagen de la figura encapuchada señalándolo desde el otro lado de la puerta lo mantenían despierto, como si el taller mismo estuviera respirando a su alrededor. El cuaderno de cuero, abierto en la página del símbolo de las tres líneas curvas, descansaba sobre la mesa de su apartamento, pero no se atrevía a mirarlo. Cada anotación, cada dibujo del gato esfinge, parecía mirarlo de vuelta, como si las páginas tuvieran vida propia. El dinero que había ganado con las puertas le permitía soñar con una vida nueva, pero el precio era una inquietud que crecía como una sombra.

Esa mañana, el taller estaba silencioso, salvo por el tictac de los relojes, que ahora sonaba como un latido irregular. Javier estaba ajustando un reloj de pared cuando sintió un zumbido, un sonido que no venía de los engranajes ni de la calle. Era bajo, casi subliminal, como un murmullo metálico. Se volvió y la vio: la puerta de metal líquido, la misma que había aparecido la noche anterior, seguía allí, en la pared junto a la entrada. No había desaparecido, como solían hacer las puertas tras unas horas. Su superficie ondulaba, reflejando el taller en fragmentos distorsionados, y emitía un leve resplandor rojizo que hacía que los relojes parecieran parpadear.

Javier se acercó con cautela, el cuaderno en la mano. Al abrir la puerta, el paisaje de torres de cristal bajo un cielo de fuego volvió a aparecer, pero ahora las torres parecían más altas, más afiladas, como si estuvieran creciendo. El gato esfinge estaba allí, en la cima de la torre más alta, pero la figura encapuchada había desaparecido. En su lugar, un símbolo flotaba en el aire, el mismo círculo atravesado por tres líneas curvas, brillando como si estuviera hecho de luz líquida. El gato lo miró fijamente, y Javier sintió un susurro en su mente, no una palabra clara, sino una sensación: “Acércate”.

Antes de que pudiera decidir qué hacer, la puerta del taller se abrió con un chirrido. Era un cliente nuevo, una mujer de mediana edad con un abrigo largo y un sombrero que ocultaba parcialmente su rostro. Se presentó como Elena, sin apellido, y su voz tenía un tono grave, casi hipnótico. —He oído que ofreces… experiencias únicas —dijo, mirando directamente la puerta de metal líquido—. Quiero cruzar. Ahora.

Javier frunció el ceño. Algo en Elena lo ponía nervioso. No tenía la curiosidad febril de Clara ni el ansia calculadora de Diego. Había algo frío en su mirada, como si supiera más de lo que decía. Pero la oferta que hizo fue astronómica, suficiente para pagar el alquiler del taller por un año. Contra su mejor juicio, Javier aceptó. Le dio las reglas habituales: una hora, grabar todo, no tocar nada peligroso. Elena asintió, pero en lugar de una cámara, sacó un pequeño dispositivo de metal con grabados que parecían idénticos al símbolo de las tres líneas curvas.

—¿Qué es eso? —preguntó Javier, señalando el dispositivo.

Elena sonrió, pero no respondió. Cruzó la puerta sin mirar atrás, su figura engullida por el resplandor del cielo de fuego. Javier se quedó al borde, observando. El gato esfinge no se movió, pero sus ojos parecían seguir a Elena, no a él. Por primera vez, Javier sintió que no era el centro de la atención del gato, y eso lo inquietó aún más.

Los minutos pasaron como horas. Javier intentó trabajar en un reloj, pero sus manos temblaban. El zumbido de la puerta se intensificó, y el taller comenzó a vibrar ligeramente, como si estuviera en sintonía con algo al otro lado. Revisó su cuaderno, buscando pistas sobre el símbolo, pero solo encontró sus propios dibujos, cada vez más detallados, como si su mano hubiera estado guiada por algo más. Estaba a punto de cerrar la puerta, temiendo que algo estuviera mal, cuando Elena regresó.

No traía nada en las manos, pero su rostro estaba transformado. Sus ojos brillaban con una intensidad que no tenía antes, y su piel parecía más pálida, casi translúcida. —Lo vi —dijo, con una voz que parecía venir de muy lejos—. El núcleo. Está vivo, Javier. Y te está esperando.

—¿El núcleo? ¿Qué es eso? —preguntó Javier, pero Elena ya estaba saliendo del taller, ignorando sus preguntas. Dejó caer el dispositivo de metal al suelo, y cuando Javier lo recogió, sintió un calor que lo hizo retroceder. El símbolo en el dispositivo pulsaba, como si estuviera respirando.

Esa noche, Javier no pudo resistirse. Llevó el dispositivo al almacén y lo comparó con el cristal de Diego. Ambos emitían un pulso similar, pero el dispositivo de Elena era diferente: más pesado, más cálido, como si contuviera algo más que materia. Lo guardó en la caja fuerte, pero no antes de notar que el símbolo de las tres líneas curvas estaba grabado también en el cristal, aunque más tenue, como si hubiera sido tallado por una mano invisible.

Mientras cerraba el taller, el zumbido de la puerta de metal líquido se intensificó. Javier la abrió una última vez, incapaz de resistir la tentación. El paisaje había cambiado: las torres de cristal ahora estaban cubiertas de grietas, y el cielo de fuego se había oscurecido, como si una tormenta se acercara. El gato esfinge seguía allí, pero ahora estaba más cerca, a solo unos metros del umbral. Sus ojos se clavaron en los de Javier, y una voz clara resonó en su mente: “No es solo un negocio. Es un pacto”.

El taller tembló violentamente, y la puerta se cerró sola, dejando a Javier en la oscuridad. El dispositivo de Elena, guardado en la caja fuerte, comenzó a emitir un zumbido que podía sentir incluso desde el otro lado del taller. Mientras subía a su apartamento, una certeza lo golpeó: las puertas no eran solo portales. Eran una invitación, o quizás una trampa. Y la próxima puerta, lo sabía, traería respuestas… o algo mucho peor.




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