El zumbido del dispositivo de Elena no dejaba de resonar en la mente de Javier Mendoza, incluso cuando intentaba dormir. Era como si el taller entero estuviera impregnado de su presencia, un eco que se mezclaba con el tictac de los relojes y lo mantenía despierto. La palabra “pacto” que el gato esfinge había pronunciado en su cabeza se repetía como un mantra, cargada de promesas y amenazas. Javier había construido un negocio próspero, un escape de la pobreza que lo había atrapado durante años, pero ahora se preguntaba si el precio de esa libertad era algo más que dinero. Las puertas, el gato, el símbolo de las tres líneas curvas: todo parecía converger hacia él, como si fuera el centro de un juego que no entendía.
Esa mañana, el taller estaba más oscuro de lo habitual. Las luces parpadeaban, y el aire olía a ozono, como si una tormenta eléctrica estuviera a punto de estallar dentro. La puerta de metal líquido seguía allí, incrustada en la pared junto a la entrada, pero ahora su superficie era más opaca, como si estuviera coagulándose. Javier la abrió con cautela, esperando ver las torres de cristal y el cielo de fuego, pero el paisaje había cambiado. Ahora era un desierto de cenizas grises, salpicado de ruinas que parecían restos de una ciudad imposible. Columnas rotas se alzaban hacia un cielo negro, donde relámpagos silenciosos dibujaban el símbolo de las tres líneas curvas. Y allí, en el centro de las ruinas, estaba el gato esfinge, sentado sobre un pedestal cubierto de musgo negro. Sus ojos brillaban con una intensidad que hizo que Javier diera un paso atrás.
Antes de que pudiera cerrar la puerta, un cliente entró en el taller. Era Diego Salazar, el coleccionista, pero esta vez no venía solo. Lo acompañaba un hombre joven, de cabello desordenado y mirada nerviosa, que cargaba una maleta llena de equipos electrónicos. Diego presentó al joven como Mateo, un ingeniero especializado en tecnología experimental. —Queremos cruzar juntos —dijo Diego, con un tono que no admitía discusión—. Mateo tiene equipo para mapear el espacio al otro lado. Queremos entender cómo funcionan estas puertas.
Javier sintió una punzada de desconfianza. Diego siempre había sido astuto, pero la presencia de Mateo, con su maleta llena de dispositivos desconocidos, lo ponía nervioso. Sin embargo, la tarifa que ofrecieron era exorbitante, y la idea de mapear los mundos al otro lado era tentadora. Tal vez, pensó Javier, sus datos podrían arrojar luz sobre el gato y el símbolo. Aceptó, pero con una condición: quería una copia de todos los datos que recopilaran. Diego asintió con una sonrisa que no llegó a sus ojos.
Mateo y Diego cruzaron la puerta, equipados con cámaras, sensores y un dron diminuto que zumbaba como un insecto. Javier los observó desde el umbral, incapaz de apartar la mirada del gato esfinge. El animal no se movió, pero su presencia parecía llenar el desierto de cenizas. Por un instante, Javier juró que el símbolo en el cielo parpadeó, como si respondiera a los dispositivos de Mateo. La palabra “pacto” resonó de nuevo en su mente, acompañada de una imagen fugaz: él mismo, de pie frente a una puerta que no podía cruzar, con el gato a su lado, susurrándole algo que no podía entender.
El tiempo se alargó, y el zumbido de la puerta se intensificó. Javier revisó el cuaderno, donde había anotado cada aparición del símbolo. Ahora estaba seguro: no era solo un dibujo. Era una marca, una señal de algo que conectaba las puertas, los mundos, y tal vez a él mismo. Estaba a punto de cerrar la puerta, temiendo que Diego y Mateo no regresaran, cuando un grito atravesó el aire. Era Mateo, emergiendo del desierto de cenizas, con el rostro cubierto de sudor y los ojos desorbitados. Diego lo seguía, más calmado, pero con una expresión tensa.
—Algo nos siguió —dijo Mateo, jadeando—. No lo vi, pero lo sentí. Estaba… en mi cabeza. Sabía cosas. Cosas que no debería saber.
Diego colocó una mano en el hombro de Mateo, como para calmarlo, pero sus ojos estaban fijos en Javier. —Encontramos algo —dijo, sacando un fragmento de piedra negra de su maleta. Estaba grabado con el símbolo de las tres líneas curvas, pero las líneas parecían moverse, como si estuvieran vivas—. Esto no es solo una ruina, Javier. Es un archivo. Un registro de algo mucho más antiguo que nosotros.
Javier tomó el fragmento, sintiendo un calor que le quemó los dedos. El zumbido de la puerta se detuvo de repente, y el taller quedó en un silencio opresivo. Miró hacia el desierto de cenizas, pero el gato ya no estaba allí. En su lugar, el símbolo en el cielo brillaba con más intensidad, como si estuviera observándolo. Diego y Mateo se marcharon, prometiendo analizar los datos y regresar, pero Javier apenas los escuchó. Sus pensamientos estaban en el fragmento de piedra, que parecía pulsar en sincronía con el dispositivo de Elena y el cristal de Diego.
Esa noche, Javier no cerró el taller. Se quedó sentado frente a la puerta de metal líquido, con el fragmento de piedra en la mano. El símbolo en su superficie parecía susurrarle, no con palabras, sino con imágenes: puertas abriéndose en cadena, mundos colapsando, y el gato esfinge caminando entre ellos, como un guardián o un juez. Javier sintió un escalofrío. El negocio que había construido, la libertad que había ganado, ahora parecían insignificantes frente a la magnitud de lo que estaba descubriendo.
Mientras miraba la puerta, un maullido suave rompió el silencio. Venía de dentro del taller, no del otro lado. Javier giró lentamente, buscando al gato, pero solo encontró sombras. Entonces, en el espejo antiguo, vio su reflejo: no era él, sino la figura encapuchada, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando en su pecho. La figura alzó una mano, y el taller tembló. La puerta de metal líquido comenzó a derretirse, dejando tras de sí una nueva puerta, esta vez de hueso blanco, grabada con el mismo símbolo. Y desde el otro lado, una voz clara resonó en su mente: “El pacto ya está hecho. Ahora, cumple tu parte”.
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Editado: 02.09.2025