El taller de Javier Mendoza nunca había estado tan silencioso. Ni siquiera el tictac de los relojes parecía romper la quietud que siguió al cierre de la puerta de metal líquido. La nueva puerta, hecha de hueso blanco y grabada con el símbolo de las tres líneas curvas, dominaba el espacio como una presencia viva. Javier no se atrevía a tocarla. El fragmento de piedra que Diego le había traído seguía en el suelo, pulsando débilmente, como si estuviera en sintonía con algo al otro lado. Las palabras del gato esfinge —“El pacto ya está hecho. Ahora, cumple tu parte”— resonaban en su cabeza, cada vez más pesadas, como si fueran un peso físico que lo anclara al taller.
Había intentado ignorarlas, subir a su apartamento, fingir que todo era normal. Pero la normalidad se había desvanecido. El dinero que había acumulado, suficiente para dejar atrás su vieja vida de deudas y monotonía, ahora parecía un anzuelo, una tentación que lo había llevado a este punto. ¿Qué era el pacto? ¿Y por qué él, un simple relojero, estaba en el centro de algo que sentía más grande que el mundo mismo?
Esa mañana, Javier decidió no abrir el taller al público. Colgó un cartel de “Cerrado por reformas” y se sentó frente a la puerta de hueso, con el cuaderno de cuero abierto en la página del símbolo. Había añadido un nuevo dibujo: la figura encapuchada, con el símbolo brillando en su pecho, tal como la había visto en el espejo. Cada trazo le costaba un esfuerzo, como si dibujar fuera un acto de invocación. El fragmento de piedra, el dispositivo de Elena y el cristal de Diego estaban ahora en la mesa frente a él, y todos emitían un leve zumbido, como si conversaran entre sí en un lenguaje que no podía entender.
La puerta de hueso comenzó a vibrar antes de que pudiera decidir qué hacer. No la había abierto, pero su superficie se estremeció, y un crujido suave llenó el taller. Javier se puso de pie, con el corazón acelerado, y la abrió lentamente. El paisaje al otro lado era un laberinto de espejos, un espacio infinito donde cada superficie reflejaba algo diferente: rostros que no reconocía, paisajes de mundos que había visto en otras puertas, y en uno de los espejos, su propio rostro, pero distorsionado, con ojos que brillaban como los del gato esfinge. En el centro del laberinto, el gato estaba sentado, inmóvil, con la figura encapuchada a su lado. Pero esta vez, la figura no señaló a Javier. En cambio, extendió una mano hacia el espejo más cercano, y el reflejo de Javier comenzó a moverse por sí solo, acercándose al umbral.
Javier cerró la puerta de golpe, pero el taller no volvió a la normalidad. El espejo antiguo, que siempre había estado en la pared del fondo, ahora mostraba el mismo laberinto de espejos, y en él, su reflejo seguía moviéndose, como si tuviera vida propia. Intentó mirar hacia otro lado, pero un maullido agudo lo hizo girar. No había nada en el taller, pero el sonido venía del espejo. El gato esfinge estaba allí, dentro del reflejo, caminando hacia él. Sus ojos eran dos pozos de luz, y su voz resonó de nuevo: “No puedes huir del pacto”.
Antes de que pudiera reaccionar, la puerta del taller se abrió con un tintineo. Era Clara Vega, con su cabello rojo ahora casi completamente plateado, como si cada expedición le hubiera robado un pedazo de su vitalidad. Traía una bolsa llena de equipo, pero sus ojos estaban fijos en la puerta de hueso. —Sé lo que es —dijo sin preámbulos—. Ese símbolo. Lo vi en el océano de sombras. Está en todas partes, Javier. Y creo que nos está marcando.
—¿Marcando? —preguntó Javier, su voz temblorosa. Clara no respondió directamente. En cambio, sacó un cuaderno de su bolsa, lleno de dibujos del símbolo de las tres líneas curvas, acompañados de notas en una letra frenética. —Cada mundo tiene una pieza del rompecabezas —dijo—. Pero no es solo un rompecabezas. Es una cerradura. Y tú tienes la llave.
Javier sintió un escalofrío. No quería ser la llave de nada, pero la idea de cerrar el taller, de renunciar a las puertas, le parecía imposible. El dinero, la emoción, la posibilidad de dejar atrás su vida anterior lo mantenían atado. Clara insistió en cruzar la puerta de hueso, ofreciendo una suma que hizo que Javier arqueara las cejas. Aceptó, pero con una advertencia: —No toques los espejos. No confío en ellos.
Clara cruzó con una cámara y un dispositivo que zumbaba como los objetos que ya tenía Javier. Desde el umbral, él observó el laberinto de espejos, donde los reflejos parecían moverse por su cuenta. El gato esfinge no se movió, pero la figura encapuchada alzó una mano, y uno de los espejos mostró una imagen que hizo que Javier se congelara: su taller, pero vacío, con las paredes cubiertas de símbolos de tres líneas curvas, y él mismo, de pie en el centro, con los ojos brillando como los del gato.
Clara regresó más rápido de lo esperado, con el rostro pálido y las manos vacías. —No es un mundo —dijo, jadeando—. Es un reflejo de todos los mundos. Y algo está tratando de salir. —Sacó su cámara, pero la pantalla estaba negra, como si algo hubiera borrado las grabaciones. Solo había un archivo de audio, un susurro que repetía una y otra vez: “El pacto no se rompe”.
Esa noche, Javier no salió del taller. Colocó el fragmento de piedra, el dispositivo de Elena y el cristal de Diego frente al espejo antiguo, que ahora mostraba solo oscuridad. El zumbido de los objetos se intensificó, y el taller comenzó a temblar. La puerta de hueso se abrió sola, revelando el laberinto de espejos, pero esta vez el gato esfinge estaba más cerca, a solo unos pasos del umbral. Sus ojos se clavaron en los de Javier, y una voz resonó, clara y fría: “Elige tu reflejo, o él te elegirá a ti”.
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Editado: 21.09.2025