El taller de Javier Mendoza parecía suspendido en un silencio antinatural, roto solo por el eco del maullido que aún resonaba en su mente. La puerta de hueso blanco, con sus grabados del símbolo de las tres líneas curvas, seguía abierta, proyectando una luz pálida que hacía que los relojes en las estanterías parecieran brillar con un fulgor extraño. El espejo antiguo, ahora agrietado, reflejaba fragmentos del laberinto de espejos al otro lado de la puerta, pero Javier evitaba mirarlo. La advertencia del gato esfinge —“Elige tu reflejo, o él te elegirá a ti”— pesaba como una sentencia. No sabía qué significaba, pero sentía que cada decisión que tomaba lo acercaba a un borde del que no podría retroceder.
El negocio de las puertas había transformado su vida. El dinero seguía llegando, suficiente para que Javier considerara comprar una casa fuera de Madrid, un sueño que antes parecía inalcanzable. Pero cada billete, cada cliente, cada objeto traído de los mundos imposibles, venía con un costo que no podía medir. Los objetos en su almacén —el cristal de Diego, el dispositivo de Elena, el fragmento de piedra— zumbaban en la caja fuerte, como si estuvieran despiertos, esperando. Y el taller, su refugio de siempre, ahora se sentía como una jaula.
Esa mañana, Javier decidió no abrir al público por segundo día consecutivo. El cartel de “Cerrado por reformas” seguía en la puerta, pero no había reformas. Solo había miedo, y una curiosidad que lo quemaba por dentro. Se sentó frente a la puerta de hueso, con el cuaderno abierto, trazando una y otra vez el símbolo de las tres líneas curvas. Cada trazo parecía más pesado, como si estuviera escribiendo su propio destino. Estaba a punto de cerrar la puerta, esperando que desapareciera como las demás, cuando un golpe en la entrada del taller lo hizo saltar.
Era Adrián, el físico, con su mochila llena de equipos y una expresión que mezclaba agotamiento y obsesión. —No puedo dejar de pensar en el nodo —dijo, entrando sin invitación—. Los datos que recogí en el abismo… no tienen sentido según las leyes de la física. Pero hay un patrón, Javier. Y ese símbolo… —Señaló el cuaderno de Javier—. Lo vi en los datos. Está en la estructura misma de los portales.
Javier sintió un nudo en el estómago. Adrián no era como los otros clientes. No buscaba aventuras ni tesoros; buscaba respuestas, y eso lo hacía peligroso. —No estoy seguro de querer saber más —admitió Javier, mirando la puerta de hueso—. Esto ya no es solo un negocio. Es… algo más.
Adrián lo ignoró, acercándose a la puerta. —Déjame cruzar. Pagaré el triple. Pero necesito ver ese laberinto de espejos. Creo que es la clave.
Javier dudó. La idea de enviar a Adrián al laberinto, donde los reflejos parecían tener vida propia, lo aterrorizaba. Pero la oferta era imposible de rechazar, y una parte de él quería saber qué descubriría Adrián. Le entregó un arnés con sensores y una cámara, pero añadió una advertencia: —No mires los espejos directamente. Y si ves al gato, no lo sigas.
Adrián asintió, aunque sus ojos brillaban con una intensidad que no inspiraba confianza. Cruzó la puerta de hueso, descendiendo al laberinto de espejos con una cuerda asegurada al taller. Javier se quedó al borde, observando. Los espejos reflejaban imágenes imposibles: mundos que había visto antes, rostros de clientes, y en uno de ellos, su propio rostro, pero con los ojos del gato esfinge. El gato mismo estaba allí, en el centro del laberinto, inmóvil, pero la figura encapuchada había desaparecido. En su lugar, el símbolo de las tres líneas curvas flotaba en el aire, pulsando como un corazón.
El tiempo pasó lentamente. Javier intentó trabajar en un reloj, pero sus manos temblaban. El zumbido de los objetos en la caja fuerte se intensificó, y el espejo agrietado comenzó a vibrar. De repente, una voz suave, casi un susurro, salió del espejo: “Javier”. No era el gato, ni la figura encapuchada. Era su propia voz, pero distorsionada, como si viniera de un lugar muy lejano. Se acercó al espejo, incapaz de resistirse, y vio su reflejo. Pero no era él. Su reflejo sonreía, y sus ojos brillaban con la misma luz azul que los del gato.
Antes de que pudiera retroceder, Adrián emergió del laberinto, con el rostro pálido y las manos temblorosas. Traía un fragmento de espejo, pequeño pero pesado, grabado con el símbolo de las tres líneas curvas. —No es un laberinto —dijo, con la voz quebrada—. Es una mente. Algo está pensando a través de los espejos. Y me habló, Javier. Dijo tu nombre.
Javier tomó el fragmento de espejo, sintiendo un frío que le quemó los dedos. El zumbido de los objetos en la caja fuerte se sincronizó con el pulso del fragmento, y el taller comenzó a temblar. Miró hacia la puerta de hueso, pero el laberinto había cambiado. Ahora los espejos mostraban solo una imagen: el gato esfinge, multiplicado infinitamente, con sus ojos brillando en cada reflejo. Y en cada uno, la misma voz susurraba: “Elige, o serás elegido”.
Esa noche, Javier no salió del taller. Colocó el fragmento de espejo junto a los otros objetos, y el zumbido se convirtió en un coro que parecía venir de todas partes. El espejo agrietado mostraba ahora un nuevo reflejo: no el laberinto, sino una puerta, diferente a todas las demás, hecha de luz pura, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando en su centro. Y detrás de la puerta, el gato esfinge lo miraba, no desde el otro lado, sino desde dentro del taller, como si hubiera cruzado el umbral sin que él lo notara.
El taller tembló, y el espejo se rompió por completo, cayendo en pedazos al suelo. La puerta de hueso se cerró sola, pero la puerta de luz permaneció en el reflejo, pulsando como un faro. Y mientras Javier miraba los fragmentos rotos a sus pies, una certeza lo golpeó: el pacto no era solo con las puertas. Era con él mismo. Y la próxima puerta, lo sabía, no le daría opción de quedarse atrás.
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Editado: 03.09.2025