El taller de Javier Mendoza estaba sumido en un caos silencioso. Los fragmentos del espejo roto yacían esparcidos en el suelo, reflejando destellos de la luz tenue que se filtraba por las rendijas de las ventanas. La puerta de hueso blanco había desaparecido, pero la imagen de la puerta de luz pura, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando en su centro, seguía grabada en la mente de Javier. El zumbido de los objetos en la caja fuerte —el cristal de Diego, el dispositivo de Elena, el fragmento de piedra y ahora el pedazo de espejo de Adrián— era constante, como un latido que resonaba en las paredes del taller. Y la voz del gato esfinge, “Elige, o serás elegido”, se repetía como un eco que no podía silenciar.
Javier no había dormido. Había pasado la noche recogiendo los fragmentos del espejo, intentando no mirar los reflejos que parecían moverse por su cuenta. Cada pedazo mostraba algo diferente: un destello del laberinto de espejos, un paisaje de torres de cristal, o los ojos del gato, siempre presentes, siempre vigilantes. El negocio de las puertas le había dado una vida que nunca imaginó —dinero, prestigio, una salida de la monotonía—, pero ahora se sentía atrapado en un juego que no había elegido. ¿Qué era el pacto? ¿Y por qué el gato parecía saber más de él que él mismo?
Esa mañana, el taller olía a metal quemado, un aroma que no podía explicar. No había puerta visible, pero el aire estaba cargado, como si algo estuviera a punto de materializarse. Javier colocó los objetos de la caja fuerte sobre la mesa, observándolos con desconfianza. El fragmento de espejo era el que más lo inquietaba; su superficie no reflejaba el taller, sino un vacío oscuro donde el símbolo de las tres líneas curvas flotaba, pulsando como un faro. Estaba a punto de guardarlo cuando la puerta del taller se abrió con un tintineo.
Era Elena, la cliente misteriosa, pero esta vez no venía sola. La acompañaba un hombre alto, de rostro anguloso y ojos que parecían escanear cada rincón del taller. Se presentó como Rafael, sin más detalles, y su presencia tenía un peso que hacía que el aire se sintiera más denso. —Queremos cruzar —dijo Elena, con esa misma voz grave que ponía nervioso a Javier—. Pero no cualquier puerta. Queremos esa puerta. —Señaló la mesa, donde el fragmento de espejo reflejaba la puerta de luz.
Javier frunció el ceño. —¿Cómo sabes de esa puerta? —preguntó, sintiendo un escalofrío. Nadie había visto el reflejo de la puerta de luz, ni siquiera Adrián. Pero Elena solo sonrió, y Rafael sacó un maletín lleno de billetes, más dinero del que Javier había visto en una sola transacción.
—No preguntes cómo lo sé —dijo Elena—. Solo ábrela.
Javier dudó. La puerta de luz no era como las demás; no estaba en el taller, sino en el reflejo del espejo roto. Pero el zumbido de los objetos se intensificó, y el fragmento de espejo comenzó a vibrar, como si respondiera a la presencia de Elena y Rafael. Contra su instinto, Javier tomó el fragmento y lo sostuvo frente al espejo antiguo, que aún tenía grietas en su superficie. La puerta de luz apareció en el reflejo, pero esta vez no estaba solo en el cristal. Se materializó en el taller, flotando a pocos centímetros del suelo, hecha de un resplandor cegador que dolía al mirarla.
Elena y Rafael cruzaron sin dudar, equipados con dispositivos que Javier no reconoció. Desde el umbral, él podía ver un paisaje al otro lado: un espacio blanco, infinito, donde figuras borrosas se movían como sombras en una niebla. El gato esfinge estaba allí, sentado en el centro, pero esta vez no lo miraba. Sus ojos estaban fijos en Elena y Rafael, como si los estuviera evaluando. El símbolo de las tres líneas curvas flotaba sobre el gato, girando lentamente, y Javier sintió un susurro en su mente: “Ellos no son los elegidos”.
Los minutos pasaron, y el taller comenzó a temblar. Los relojes en las estanterías se detuvieron, algo que nunca había sucedido. Javier intentó cerrar la puerta de luz, pero no respondía. El fragmento de espejo en su mano se calentó, quemándole los dedos, y una imagen apareció en su superficie: Elena y Rafael, de pie frente al gato esfinge, pero sus figuras estaban distorsionadas, como si se estuvieran deshaciendo. Una voz, no la del gato, sino algo más profundo, resonó en el taller: “El pacto no es para ellos”.
Elena regresó sola, con el rostro pálido y los ojos vidriosos. No traía a Rafael, ni su maletín, ni los dispositivos. —No vuelvas a abrir esa puerta —dijo, con la voz quebrada—. No es un mundo. Es un juicio. —Antes de que Javier pudiera preguntarle qué había pasado, Elena salió corriendo, dejando tras de sí un rastro de polvo blanco que brillaba como nieve.
Javier miró el fragmento de espejo. Ahora mostraba solo al gato esfinge, con el símbolo de las tres líneas curvas grabado en su piel arrugada. El taller tembló de nuevo, y la puerta de luz comenzó a desvanecerse, pero no antes de que el gato girara la cabeza hacia Javier. Sus ojos eran dos pozos de luz, y su voz resonó, clara y fría: “El próximo eres tú”.
La puerta de luz se cerró, pero el fragmento de espejo seguía brillando, y el zumbido de los objetos en la mesa se convirtió en un rugido. Javier retrocedió, sintiendo que el taller ya no era suyo. Algo, o alguien, lo estaba observando, no desde el otro lado de la puerta, sino desde dentro de él mismo. Y mientras los fragmentos del espejo roto comenzaban a vibrar en el suelo, formando el símbolo de las tres líneas curvas, Javier supo que la próxima puerta no sería una opción. Sería un destino.
#187 en Paranormal
#68 en Mística
#247 en Ciencia ficción
viajes entre dimensiones, misterios ocultos en espejos, transformación interior
Editado: 03.09.2025