El taller de Javier Mendoza había dejado de ser un lugar de trabajo. Las paredes, antes cubiertas de estanterías con relojes, ahora parecían vibrar con una energía que no podía explicar. El símbolo de las tres líneas curvas, grabado en el suelo, pulsaba con una luz tenue, como si el taller mismo estuviera respirando. Los fragmentos del espejo roto flotaban a su alrededor, formando un círculo que giraba lentamente, cada pedazo reflejando imágenes fugaces: el gato esfinge, la puerta de luz, las sombras humanoides que lo observaban desde el otro lado. La voz que había resonado en el taller —“Abre, o serás abierto”— seguía en su mente, como un eco que se negaba a desvanecerse.
Javier no había dormido en días. El dinero que había acumulado, suficiente para una vida de lujos, ahora parecía inútil. Cada billete en su cuenta era un recordatorio de las puertas que había abierto, de los clientes que había enviado a mundos imposibles, de los objetos que zumbaban en la caja fuerte. El cristal de Diego, el dispositivo de Elena, el fragmento de piedra, el pedazo de espejo: todos parecían estar conectados, no solo entre sí, sino con él. Y el gato esfinge, siempre presente, siempre observando, era la clave que no podía descifrar.
Esa mañana, el taller estaba frío, a pesar del calor de julio en Madrid. La puerta de carne petrificada en el techo seguía allí, su superficie pulsando como un corazón. Javier no se atrevía a abrirla, pero tampoco podía ignorarla. Los fragmentos del espejo roto seguían girando a su alrededor, y en cada uno veía al gato, con sus ojos de zafiro brillando como faros. Estaba a punto de guardar los objetos en la caja fuerte, esperando recuperar algo de control, cuando un maullido suave rompió el silencio. No venía del techo, ni del otro lado de la puerta. Venía de detrás de él.
Javier giró, con el corazón acelerado, pero no había nada. Solo las sombras del taller, que parecían más densas, más vivas. Entonces, la puerta del taller se abrió, y Clara Vega entró, con el rostro demacrado y los ojos inyectados en sangre. Su cabello, ahora completamente plateado, le daba un aspecto casi espectral. —No puedes seguir ignorándolo, Javier —dijo, con una voz que temblaba de furia y miedo—. Esa puerta en el techo… es diferente. Lo sentí la última vez. No es un mundo. Es un lugar donde se toman decisiones.
Javier intentó responder, pero Clara lo interrumpió, señalando los fragmentos del espejo que flotaban a su alrededor. —Esos pedazos… no son solo vidrio. Son puertas. Pequeñas puertas. Y todas llevan al mismo lugar. —Sacó su cuaderno, lleno de dibujos del símbolo de las tres líneas curvas, y lo abrió en una página nueva. Había un boceto del gato esfinge, pero su piel estaba cubierta de símbolos, como si fuera un mapa.
Antes de que Javier pudiera procesar sus palabras, la puerta de carne petrificada comenzó a abrirse sola, con un crujido que resonó en el taller. El paisaje al otro lado era un vacío oscuro, salpicado de luces que parpadeaban como ojos. El gato esfinge estaba allí, sentado en una plataforma suspendida en la nada, rodeado de las sombras humanoides que había visto antes. Pero esta vez, una de las sombras dio un paso adelante, y su rostro, aunque borroso, era inquietantemente familiar. Era como mirar una versión distorsionada de sí mismo.
Clara insistió en cruzar. —No puedo dejar de pensar en el juicio —dijo, con una determinación que rayaba en la obsesión—. Pagaré lo que sea, pero necesito saber qué hay al otro lado. —Javier intentó detenerla, pero la suma que ofreció era imposible de rechazar, y una parte de él quería saber qué encontraría Clara. Le entregó un arnés con una cámara y un sensor, pero sus manos temblaban mientras lo hacía. —No sigas al gato —advirtió.
Clara cruzó, su figura engullida por el vacío oscuro. Javier se quedó al borde, observando. Las sombras humanoides parecían moverse en círculos alrededor del gato, como si realizaran un ritual. El símbolo de las tres líneas curvas flotaba sobre ellos, brillando con una luz que hacía que los fragmentos del espejo en el taller vibraran con más fuerza. Por un instante, Javier sintió que el suelo bajo sus pies se desvanecía, como si el taller estuviera siendo absorbido por el otro lado.
Clara regresó más rápido de lo esperado, con el rostro pálido y las manos vacías. No traía la cámara, ni el sensor. Solo un pequeño fragmento de algo que parecía hueso, grabado con el símbolo. —No es un juicio —susurró, con la voz rota—. Es una trampa. Y tú eres el cebo, Javier. —Antes de que él pudiera preguntar, Clara colapsó, desmayándose en el suelo del taller.
Javier la llevó a una silla, pero su atención estaba en el fragmento de hueso. Al tocarlo, sintió un calor que le quemó los dedos, y una imagen apareció en su mente: el gato esfinge, sentado en un trono de sombras, con las puertas de todos los mundos abriéndose a su alrededor. Las sombras humanoides lo miraban, y una de ellas, con su propio rostro, habló: “El círculo se cierra. Abre la última puerta”.
El taller tembló, y los fragmentos del espejo roto se alinearon en el aire, formando una nueva puerta, esta vez no en el techo ni en la pared, sino justo frente a Javier. Era un arco de sombras líquidas, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando en su centro. El gato esfinge apareció en el umbral, no al otro lado, sino en el taller, a solo unos pasos de él. Sus ojos brillaron, y su voz resonó, no en su mente, sino en el aire: “El pacto te reclama. No hay vuelta atrás”.
Javier retrocedió, sintiendo que el taller se desmoronaba a su alrededor. Clara seguía inconsciente, el fragmento de hueso brillaba en su mano, y la nueva puerta de sombras parecía llamarlo, no con palabras, sino con una fuerza que tiraba de su alma. Sabía que no podía cruzarla, pero también sabía que no podía escapar. La próxima puerta, lo sentía, sería el fin de todo lo que conocía.
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Editado: 04.09.2025