El taller de Javier Mendoza se había transformado en un lugar donde la realidad parecía deshilacharse. La puerta de sombras líquidas, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando en su centro, dominaba el espacio, proyectando una luz negra que absorbía los colores del taller. Los fragmentos del espejo roto seguían flotando, alineados en un círculo que parecía vigilar a Javier. Clara Vega yacía inconsciente en una silla, su rostro pálido como la muerte, con el fragmento de hueso grabado con el símbolo aún en su mano. Las palabras del gato esfinge —“El pacto te reclama. No hay vuelta atrás”— resonaban en el aire, como si el taller mismo las estuviera repitiendo.
Javier no sabía cuánto tiempo llevaba mirando la puerta de sombras. El zumbido de los objetos en la mesa —el cristal, el dispositivo, el fragmento de piedra, el pedazo de espejo— se había convertido en un rugido que parecía venir de dentro de él. El dinero que había ganado, la libertad que había comprado, ahora parecían un sueño lejano. Cada puerta que había abierto, cada cliente que había enviado al otro lado, lo había llevado a este momento, y no estaba seguro de querer saber qué venía después. Pero el gato, siempre el gato, lo observaba desde el umbral, sus ojos de zafiro cortando la penumbra como cuchillos.
Intentó despertar a Clara, pero no respondía. Su respiración era débil, y el fragmento de hueso en su mano brillaba con una luz tenue, como si estuviera absorbiendo algo de ella. Javier lo tomó con cuidado, sintiendo un calor que le erizó la piel. Al tocarlo, una imagen fugaz apareció en su mente: un círculo de sombras humanoides, todas con rostros que eran versiones distorsionadas del suyo, rodeando al gato esfinge en un trono de luz negra. Una de las sombras dio un paso adelante, y su rostro era idéntico al de Javier, pero sus ojos eran los del gato.
Antes de que pudiera procesar la visión, la puerta del taller se abrió con un chirrido. Era Adrián, el físico, con su mochila llena de equipos y una expresión de pánico. —¡Javier, no abras más puertas! —gritó, corriendo hacia él—. Los datos que analicé… el nodo no es solo un punto de convergencia. Es una red. Y tú eres el centro.
Javier parpadeó, confundido. —¿El centro? ¿De qué hablas?
Adrián señaló la puerta de sombras. —Ese símbolo… no es solo un marcador. Es un código. Cada puerta que abres, cada cliente que cruza, está alimentando algo. Y el gato… —Se detuvo, mirando al gato esfinge, que seguía inmóvil en el umbral—. No es solo un animal. Es un guardián. O un juez.
Javier sintió un nudo en el estómago. Quería negarlo, pero las palabras de Adrián resonaban con la voz del gato, con las imágenes en el fragmento de hueso, con el símbolo que parecía estar en todas partes. Antes de que pudiera responder, Clara se movió, gimiendo débilmente. —No es una trampa… —susurró, con los ojos todavía cerrados—. Es un intercambio. Tú abres, ellos toman.
Javier se volvió hacia la puerta de sombras, que ahora parecía más sólida, como si estuviera anclada al taller. No quería abrirla, pero la presencia del gato era una fuerza que lo empujaba. Adrián insistió en cruzar, diciendo que necesitaba más datos para entender la red. —Si no lo hacemos, alguien más lo hará —dijo, con una mezcla de miedo y determinación—. Y no creo que podamos confiar en ellos.
A regañadientes, Javier permitió que Adrián cruzara. Le entregó un arnés con sensores y una cámara, pero su corazón latía con fuerza. Mientras Adrián desaparecía en el vacío oscuro al otro lado, Javier observó al gato esfinge. Las sombras humanoides se movían detrás de él, y una de ellas, la que tenía su rostro, dio un paso más cerca del umbral. El símbolo de las tres líneas curvas apareció en el aire, pulsando en sincronía con los fragmentos del espejo roto.
Adrián regresó en menos de quince minutos, con el rostro ceniciento y las manos temblorosas. No traía la cámara, ni los sensores. Solo un pequeño objeto, una esfera de metal negro grabada con el símbolo. —No es una red —dijo, con la voz quebrada—. Es un ciclo. Cada puerta que abres, cada mundo que exploramos, nos acerca al final. Y el gato… el gato lo sabe.
Javier tomó la esfera, sintiendo un frío que le quemó los dedos. El taller tembló, y los fragmentos del espejo roto comenzaron a girar más rápido, formando un vórtice alrededor de la puerta de sombras. Clara abrió los ojos de repente, con una mirada vacía. —No es el gato —susurró—. Es lo que está detrás de él.
Antes de que Javier pudiera preguntar, la puerta de sombras se abrió más, y una de las sombras humanoides cruzó el umbral, entrando al taller. No era un reflejo, no era una ilusión. Era real, y su rostro era el de Javier, pero sus ojos eran los del gato esfinge. La esfera en la mano de Javier comenzó a brillar, y la voz del gato resonó, no en su mente, sino en el taller: “El intercambio está completo. Ahora, enfréntame”.
El taller se oscureció, y los fragmentos del espejo roto cayeron al suelo, formando el símbolo de las tres líneas curvas. La sombra con su rostro dio un paso hacia él, y la puerta de sombras comenzó a expandirse, como si quisiera tragarse el taller entero. Javier retrocedió, con la esfera en la mano, sabiendo que la próxima decisión no sería solo sobre abrir una puerta. Sería sobre enfrentar lo que había al otro lado, o convertirse en parte de ello.
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Editado: 21.09.2025