El Pacto de los Espejos

Capítulo 19: La Puerta de los Recuerdos

El vacío que envolvía a Javier Mendoza era más que un espacio; era una presencia, un peso que aplastaba su mente y su cuerpo. La puerta de puro vacío había desaparecido, pero la nueva puerta, hecha de un material que parecía tejido con sus propios recuerdos, flotaba frente a él, pulsando con el símbolo de las tres líneas curvas. El gato esfinge estaba a su lado, su piel arrugada brillando bajo una luz que no tenía fuente, sus ojos de zafiro fijos en Javier como si estuvieran midiendo su alma. Los fragmentos del espejo roto, ahora formando un espejo completo, reflejaban no un taller, no un mundo, sino momentos de su vida: su infancia en un pueblo olvidado, el primer reloj que reparó, la primera puerta que abrió. Pero en cada reflejo, el gato estaba presente, observándolo desde las sombras. La voz que había escuchado —“Abre, o serás abierto para siempre”— resonaba ahora dentro de él, como si fuera parte de su propia respiración.

El taller, o lo que quedaba de él, era un eco distorsionado de lo que había sido. Las paredes estaban cubiertas de símbolos de tres líneas curvas, grabados como cicatrices. Los relojes, todos detenidos, parecían observarlo, y las cenizas en el suelo se arremolinaban en patrones que imitaban el símbolo. Clara, Adrián, Diego, Elena: todos habían desaparecido, o quizás nunca habían estado allí. El negocio que había construido, el dinero que había acumulado, ahora eran recuerdos tan frágiles como el material de la puerta frente a él. Javier sabía que no podía escapar, no porque estuviera atrapado, sino porque el pacto, fuera lo que fuera, ya lo había reclamado.

Intentó tocar la puerta de los recuerdos, pero su mano tembló. La superficie era cálida, casi viva, y al rozarla, una oleada de imágenes inundó su mente: su padre enseñándole a reparar un reloj, su madre cantando una canción que no recordaba, el día que abrió el taller, la primera vez que vio al gato esfinge en un mundo imposible. Pero cada recuerdo estaba alterado, como si alguien lo hubiera reescrito. En cada uno, el símbolo de las tres líneas curvas estaba presente, grabado en las paredes, en los relojes, en los ojos de las personas que amaba.

El gato esfinge dio un paso hacia la puerta, y su voz resonó, no en el vacío, sino en el corazón de Javier: “El reflejo es el precio. El recuerdo es el pago”. Javier retrocedió, sintiendo que el suelo bajo sus pies se desvanecía. Los fragmentos del espejo comenzaron a vibrar, y el espejo completo se alzó frente a él, mostrando no su rostro, sino el del gato, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando en su piel. Pero detrás del gato, en el reflejo, había algo más: una figura que no era la silueta de luz fracturada, ni la sombra con su rostro, sino un hombre que Javier reconoció de inmediato. Era él, pero más joven, con una expresión de asombro, sosteniendo un reloj roto en las manos.

—¿Quién eres? —preguntó Javier, aunque sabía la respuesta. La figura en el espejo no respondió, pero el gato esfinge ladeó la cabeza, y una nueva imagen apareció: Javier, de pie frente a la primera puerta, la que había aparecido en la pared del taller meses atrás. Pero en esta versión, él cruzaba la puerta, y el gato lo seguía. El taller desaparecía, y en su lugar, un mundo de engranajes infinitos se alzaba, con el símbolo de las tres líneas curvas girando como un sol.

Javier sintió que algo dentro de él se rompía. No era dolor, sino una certeza: los recuerdos que veía no eran solo suyos. Eran versiones de él, de mundos que nunca había vivido, de puertas que nunca había abierto. El gato esfinge dio otro paso, y la puerta de los recuerdos comenzó a abrirse sola, revelando un paisaje que no era un mundo, sino un tapiz de momentos: su vida, descompuesta en fragmentos, cada uno marcado por el símbolo. En el centro, el gato estaba sentado, y a su alrededor, figuras que eran versiones de Javier, todas mirándolo, todas esperando.

“No quiero esto”, dijo Javier, pero su voz era débil, como si el vacío la estuviera absorbiendo. El gato esfinge no respondió, pero sus ojos brillaron con más intensidad, y una voz, no la suya, sino la de la figura en el espejo, resonó: “No elegiste el pacto. El pacto te eligió”. La puerta de los recuerdos se abrió por completo, y el tapiz de momentos comenzó a derramarse en el vacío, como si los recuerdos de Javier estuvieran siendo arrancados de su mente.

Intentó retroceder, pero el espejo completo se acercó, y en él, vio no solo al gato, sino a todos los que habían cruzado las puertas: Clara, con el cabello plateado; Diego, con el fragmento de piedra; Elena, con su rostro translúcido; Adrián, con su cuaderno lleno de símbolos. Todos tenían los ojos del gato, y todos parecían hablar al unísono: “Entrega tu reflejo. Entrega tu recuerdo”.

El vacío tembló, y la puerta de los recuerdos comenzó a expandirse, absorbiendo el espejo, los fragmentos, las cenizas del suelo. Javier sintió que caía, no hacia la puerta, sino hacia sí mismo, hacia un lugar donde no había taller, no había negocio, no había vida. El gato esfinge dio un paso final, cruzando el umbral, y su voz resonó, clara y definitiva: “El precio es todo lo que fuiste. Págalo, o serás nada”.

La puerta de los recuerdos colapsó en un destello cegador, y Javier sintió que su mente se fragmentaba, como los pedazos del espejo. Una nueva puerta apareció, no de recuerdos, no de sombras, sino de un material que parecía hecho de tiempo mismo, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando como un faro. Desde su interior, una voz que era suya, pero no suya, susurró: “Abre la última puerta, o la última puerta te abrirá”.

Javier cayó de rodillas, con el gato esfinge a su lado, y el vacío se cerró a su alrededor. Sabía que no había escapatoria. La próxima puerta sería el fin de todo lo que había sido, o el comienzo de algo que no podía imaginar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.