El Pacto de los Espejos

Capítulo 20: El Lazo del Símbolo

El taller de Javier Mendoza se había convertido en un eco de sí mismo, un lugar donde los límites de la realidad se difuminaban. La puerta de hueso líquido, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido, dominaba el espacio, proyectando un resplandor que hacía que las sombras del taller parecieran moverse con vida propia. El gato esfinge estaba allí, sentado frente a la puerta, sus ojos de zafiro brillando con una intensidad que parecía atravesar no solo a Javier, sino el tiempo mismo. La sombra con su rostro, que había hablado con su voz distorsionada, había desaparecido, pero su presencia seguía pesando en el aire. Los objetos en la mesa —el cristal, el dispositivo, la piedra, el espejo, la esfera, el hueso, y ahora el fragmento de cristal de Lucas— zumbaban en un coro que resonaba dentro de Javier, como si fueran extensiones de su propia existencia. Las palabras de la sombra —“No eres el guardián. Eres la llave”— se repetían en su mente, mezcladas con el susurro de la nueva puerta: “Abre, o el juicio será tuyo”.

Clara Vega, aún temblando, se aferraba al borde de la mesa, sus ojos fijos en la puerta de hueso líquido. Adrián, en el rincón, había dejado de murmurar, pero su cuaderno estaba abierto en una página llena de dibujos del símbolo, cada uno más frenético que el anterior. Lucas, el último cliente, se había marchado, dejando tras de sí el fragmento de cristal y una advertencia que Javier no podía ignorar: “Eras tú, pero no eras tú”. El negocio de las puertas, que le había dado riqueza y propósito, ahora era una carga que lo ataba a un destino que no entendía. Cada puerta que había abierto, cada cliente que había enviado al otro lado, lo había acercado a este momento, donde el taller ya no era un refugio, sino un tribunal.

Javier intentó moverse, pero sus piernas se sentían como si estuvieran atrapadas en un sueño. La puerta de hueso líquido comenzó a vibrar, y los objetos en la mesa se elevaron, girando en un círculo que imitaba el símbolo de las tres líneas curvas. El fragmento de cristal de Lucas brillaba con más intensidad, y al tocarlo, Javier vio una imagen fugaz: un círculo de puertas, todas conectadas por el símbolo, todas abiertas por versiones de él mismo, pero en cada una, el gato esfinge estaba presente, con los ojos brillando como faros.

El gato dio un paso hacia la puerta, y su voz resonó, no en el taller, sino dentro de Javier: “El lazo se cierra. La llave debe girar”. Javier sintió un escalofrío. Intentó hablar, pero el aire estaba denso, como si estuviera respirando vidrio. Clara se acercó, con el rostro pálido y los ojos llenos de miedo. —No abras esa puerta, Javier —susurró—. No es un mundo. Es un espejo de lo que eres. Y si cruzas, no volverás.

—No puedo cruzar —respondió Javier, con la voz rota—. Nunca he podido. —Pero mientras lo decía, sintió que la puerta lo llamaba, no con palabras, sino con una fuerza que tiraba de su mente, de su alma. Adrián se levantó, con el cuaderno en la mano. —No es un espejo —dijo, con una voz que temblaba de emoción y terror—. Es un lazo. Cada puerta que abres, cada cliente que envías, teje el símbolo más profundo en la red. Y el gato… el gato es el tejedor.

Antes de que Javier pudiera responder, la puerta del taller se abrió con un chirrido. No había nadie en el umbral, pero un viento frío entró, trayendo consigo un olor a cenizas y metal. Entonces, una figura apareció, no desde la puerta del taller, sino desde la de hueso líquido. Era la silueta de luz fracturada, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando en su pecho. Sus ojos eran los del gato, y su voz era un coro que llenó el taller: “La llave no elige. La llave abre”.

Javier retrocedió, pero los objetos flotantes lo rodearon, formando un círculo que parecía atraparlo. El fragmento de cristal de Lucas se unió a los demás, y todos comenzaron a girar más rápido, emitiendo un zumbido que era casi un grito. La puerta de hueso líquido se abrió por completo, revelando un paisaje que no era un mundo, sino un torbellino de imágenes: puertas abriéndose, mundos colapsando, rostros de clientes desvaneciéndose, y en el centro, el gato esfinge, con el símbolo grabado en su piel.

Clara gritó, intentando alcanzar a Javier, pero la silueta de luz fracturada alzó una mano, y el taller tembló. Los fragmentos del espejo roto, que habían caído al suelo, se elevaron de nuevo, formando un arco frente a la puerta. En cada fragmento, Javier vio una versión de sí mismo: un Javier que abría puertas, un Javier que cerraba el taller, un Javier que nunca había existido. Pero en todos, el símbolo estaba presente, y el gato lo observaba.

—No soy la llave —dijo Javier, con la voz quebrada. Pero la silueta de luz fracturada dio un paso hacia él, y el gato esfinge cruzó el umbral, entrando completamente en el taller. Su voz resonó, clara y definitiva: “El lazo está completo. Abre, o serás el lazo”.

La puerta de hueso líquido comenzó a colapsar, y el torbellino de imágenes se derramó en el taller, como si los mundos al otro lado estuvieran invadiendo el suyo. Los objetos flotantes se unieron al arco de fragmentos, formando un nuevo espejo que reflejaba no a Javier, sino al gato, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando como un sol negro. Una nueva puerta apareció detrás del espejo, no de hueso, no de luz, sino de un material que parecía hecho de sus propios pensamientos, pulsando con el símbolo.

Javier sintió que caía, no al suelo, sino a un lugar donde no había nada, solo el gato, el símbolo, y la puerta. La voz de la silueta resonó una última vez: “Abre la última puerta, o la última puerta te abrirá”. El taller desapareció, y todo lo que quedó fue la puerta de pensamientos, brillando frente a él. Y desde su interior, una voz que era suya, pero no suya, susurró: “El precio es tu existencia. Págalo, o serás el pago”.




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