El Pacto de los Espejos

Capítulo 22: La Puerta del Silencio

El vacío que rodeaba a Javier Mendoza era absoluto, un silencio tan profundo que parecía devorar no solo el sonido, sino la existencia misma. La puerta de silencio, hecha de un material que no era materia, sino la ausencia de todo, flotaba frente a él, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido que no pertenecía a este mundo. El gato esfinge, ahora una forma apenas discernible, se había fusionado con el torbellino de luz y sombras que emanaba de la puerta anterior, pero sus ojos de zafiro seguían brillando, clavados en Javier como si fueran el único ancla en este no-lugar. La voz que había resonado —“El precio es tu ser. Págalo, o el silencio te reclamará”— no venía de ninguna parte, sino de dentro de él, como si su propia alma estuviera hablando.

El taller, los relojes, los clientes, el dinero: todo se había desvanecido, como si nunca hubieran existido. Los fragmentos del espejo roto, que habían formado arcos y reflejos, ahora eran polvo que flotaba en el vacío, cada partícula marcada con el símbolo de las tres líneas curvas. El negocio de las puertas, que había transformado su vida, ahora era un recuerdo lejano, una ilusión que lo había llevado a este punto, donde no había espacio, no había tiempo, solo la puerta y el gato. Javier sentía que su existencia se desmoronaba, como si cada puerta que había abierto hubiera arrancado un pedazo de él, dejándolo reducido a una sombra de lo que fue.

Intentó moverse, pero no había suelo, no había cuerpo. Solo estaba su conciencia, atrapada frente a la puerta de silencio. El gato esfinge, o lo que quedaba de él, ladeó la cabeza, y una imagen apareció en la mente de Javier: un infinito de puertas, todas conectadas por el símbolo, todas abiertas por versiones de él mismo, pero ninguna llevaba a un mundo, solo a más puertas, más símbolos, más gatos. “El lazo no se rompe”, dijo la voz del gato, resonando como un eco que llenaba el vacío. “El elegido no cruza. El elegido entrega”.

La puerta de silencio comenzó a abrirse, no con un sonido, sino con una ausencia que era más aterradora que cualquier ruido. Al otro lado, no había nada: ni paisajes, ni mundos, ni reflejos, solo un silencio que parecía absorberlo todo. Pero en ese silencio, Javier vio algo: una figura, no la silueta de luz fracturada, ni la sombra con su rostro, sino un contorno borroso que era él y no lo era. Sus ojos eran los suyos, pero su rostro estaba cubierto por el símbolo de las tres líneas curvas, como una máscara que lo definía.

“No soy el elegido”, dijo Javier, aunque no estaba seguro de haber hablado. Su voz era un pensamiento, un eco en el vacío. El gato esfinge, ahora casi disuelto en la luz de la puerta, respondió: “No eliges ser el elegido. El elegido eres tú”. La puerta de silencio se abrió por completo, y el vacío comenzó a derramarse, no como una marea, sino como una fuerza que tiraba de lo que quedaba de Javier: sus recuerdos, sus pensamientos, su identidad.

Los fragmentos de polvo que habían sido el espejo roto comenzaron a girar, formando un círculo frente a la puerta. En cada partícula, Javier vio fragmentos de su vida: el taller, los clientes, las puertas, pero también momentos que no reconocía: un Javier que reía en un mundo de cristal, un Javier que lloraba en un desierto de sombras, un Javier que sostenía el símbolo como si fuera una corona. En todos, el gato estaba presente, y el símbolo de las tres líneas curvas pulsaba como un corazón.

Intentó resistirse, pero la puerta de silencio lo atraía, no con fuerza, sino con una certeza. La figura borrosa al otro lado dio un paso hacia él, y Javier sintió que su mente se fragmentaba. Vio a Clara, a Diego, a Elena, a Adrián, a Lucas, todos disolviéndose en el mismo vacío, todos marcados por el símbolo. “El precio es tu ser”, dijo la figura, con una voz que era suya, pero distorsionada, como si viniera de todas las versiones de él mismo.

El gato esfinge, ahora apenas un contorno de luz, se acercó al umbral, y su voz resonó una última vez: “Entrega, o el silencio te entregará”. La puerta de silencio comenzó a colapsar, y el círculo de fragmentos de polvo se unió, formando un nuevo espejo, pero este no reflejaba nada. Era un vacío puro, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando en su centro, como una estrella que se apagaba.

Javier sintió que caía, no hacia la puerta, sino hacia el interior de sí mismo. Su vida, sus decisiones, sus puertas: todo convergía en el símbolo. La figura borrosa extendió una mano, y el símbolo en su rostro comenzó a brillar con más intensidad. “El lazo es eterno”, dijo. “Paga, o serás el pago”.

El vacío tembló, y una nueva puerta apareció, no de silencio, no de pensamientos, sino de un material que parecía hecho de la esencia misma de Javier, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido final. La figura borrosa dio un paso hacia él, y el gato esfinge se disolvió por completo, convirtiéndose en una luz que se fusionó con la puerta. Desde su interior, una voz que era todas las voces susurró: “Abre la última puerta, o la última puerta será tu fin”.

Javier, o lo que quedaba de él, sintió que el vacío lo reclamaba. La puerta de esencia brillaba frente a él, y el símbolo era lo único que quedaba en su mente. Sabía que no había escapatoria, no porque estuviera atrapado, sino porque él mismo era la puerta. Y mientras el silencio lo envolvía, una última certeza lo golpeó: abrir la puerta no era una elección. Era un destino.




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