El Pacto de los Espejos

Capítulo 24: La Puerta de la Nada

El vacío que envolvía a Javier Mendoza ya no era un lugar, ni siquiera un estado; era una ausencia total, un silencio que devoraba todo lo que alguna vez había sido. La puerta de la nada, hecha de un material que no podía definirse, flotaba frente a él, con el símbolo de las tres líneas curvas brillando como un sol negro, un faro que no iluminaba, sino que absorbía. El gato esfinge, ahora apenas un eco de luz disuelto en el vacío, seguía presente, sus ojos de zafiro como puntos fijos en la mente de Javier, recordándole que no había escapatoria. La voz que había resonado —“El precio es todo. Págalo, o serás nada para siempre”— no era externa, sino parte de él, como si su propia existencia se hubiera reducido a un eco del símbolo.

El taller, los clientes, los relojes, el dinero: todo se había desvanecido, como si nunca hubieran existido. Los fragmentos del espejo roto, que habían reflejado su vida y los mundos imposibles, ahora eran cenizas disueltas en el vacío, cada partícula marcada con el símbolo de las tres líneas curvas. El negocio de las puertas, que le había dado propósito y riqueza, era ahora una sombra de un sueño que lo había llevado a este punto, donde no había Javier, solo un reflejo fragmentado de lo que alguna vez fue. Cada puerta que había abierto, cada cliente que había enviado al otro lado, había sido un hilo en un lazo que ahora se cerraba, atrapándolo en su propio destino.

Javier intentó recordar quién era, pero sus recuerdos eran hilos rotos, disolviéndose en el vacío. Vio imágenes de su vida: el taller en Madrid, el primer reloj que reparó, la primera puerta que apareció en la pared. Pero cada imagen estaba marcada por el símbolo, y en cada una, el gato esfinge lo observaba, como si siempre hubiera estado allí, esperando este momento. “El lazo es eterno”, había dicho la voz, y ahora Javier sentía que el lazo no era solo entre las puertas, sino entre él y el vacío mismo.

La puerta de la nada comenzó a abrirse, no con un movimiento, sino con una disolución, como si el vacío estuviera descomponiendo la realidad a su alrededor. Al otro lado, no había nada: ni luz, ni oscuridad, ni mundos, solo una ausencia que parecía llamarlo con una fuerza irresistible. En el centro, una figura emergió, no el reflejo con sus ojos, ni la silueta de luz fracturada, sino una forma que era todas las versiones de Javier: el relojero, el hombre que abrió las puertas, el que nunca cruzó. Su rostro estaba cubierto por el símbolo de las tres líneas curvas, y sus ojos eran los del gato, pero también los suyos, como si él y el gato se hubieran convertido en uno.

“No soy nada”, susurró Javier, aunque no estaba seguro de haber hablado. Su voz era un pensamiento, un eco que se perdía en el vacío. La figura frente a él respondió, con una voz que era suya, pero infinita: “No eres nada. Eres todo. El lazo te reclama”. La puerta de la nada se abrió por completo, y el vacío comenzó a fluir, no como una marea, sino como un abismo que absorbía cada fragmento de su existencia.

Los hilos de luz que habían sido sus recuerdos comenzaron a tejerse de nuevo, formando un tapiz que no era un paisaje, sino una red de puertas, todas marcadas por el símbolo. Javier vio a Clara, a Diego, a Elena, a Adrián, a Lucas, todos disolviéndose en el mismo tapiz, todos parte del mismo lazo. Cada uno había cruzado una puerta, cada uno había pagado un precio, y ahora Javier entendía que él era el nudo que los unía. El gato esfinge, o lo que quedaba de él, reapareció como un destello en el centro de la puerta, y su voz resonó: “El precio es tu esencia. Entrega, o serás entregado”.

Javier sintió que su existencia se deshacía, como si cada puerta que había abierto hubiera sido una pieza de él que ahora se perdía en el vacío. Intentó resistirse, pero no había cuerpo, no había mente, solo una conciencia que se desvanecía. La figura con su rostro dio un paso hacia él, y el símbolo en su frente brilló con una intensidad que cegaba. “El lazo no se rompe”, dijo. “Paga, o el vacío será tu eternidad”.

El tapiz de hilos colapsó, y los fragmentos de ceniza que habían sido el espejo roto se unieron al vacío, formando un arco que reflejaba no un rostro, sino el símbolo, multiplicado infinitamente. Javier sintió que caía, no hacia la puerta, sino hacia un lugar donde no había nada, solo el símbolo y la voz del gato. Una nueva puerta apareció, no de nada, no de esencia, sino de un material que parecía hecho de la ausencia de todo lo que alguna vez había sido, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido final.

La figura con su rostro extendió una mano, y Javier sintió que el vacío lo reclamaba, no como una disolución, sino como una transformación. La voz del gato, ahora un eco que venía de todas partes, susurró: “Abre la última puerta, o la última puerta será tu todo”. La puerta de la ausencia comenzó a brillar, y Javier, o lo que quedaba de él, supo que no había elección. Él era el lazo, él era la llave, y la puerta no era un portal, sino un espejo de lo que siempre había sido.

Y mientras el vacío lo envolvía, una última voz, que era suya y no suya, susurró: “El precio es eterno. Págalo, o serás el precio para siempre”.




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