El vacío que envolvía a Javier Mendoza había trascendido toda comprensión; no era un lugar, ni una eternidad, ni una ausencia, sino un estado donde su existencia se había reducido a un solo instante, un punto donde todas las puertas convergían. La puerta de la suma de todas las existencias, hecha de un material que parecía tejido con cada puerta que había abierto —hueso, cristal, sombras, silencio, eternidad, esencia—, flotaba frente a él, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido que contenía el eco de todo lo que había sido, era y podría ser. El gato esfinge, ahora apenas un destello de luz que se desvanecía en el vacío, seguía presente como una sombra en su mente, sus ojos de zafiro brillando como faros que marcaban el fin de toda realidad. La voz que había resonado —“El precio es todo lo que fuiste, todo lo que eres, todo lo que serás. Págalo, o serás el lazo para siempre”— era ahora una parte inseparable de él, como si él mismo fuera el símbolo.
No había taller, no había clientes, no había mundo. Los fragmentos de ceniza, los objetos, las vidas de Clara, Diego, Elena, Adrián, Lucas: todo se había disuelto en la nada, dejando solo el símbolo de las tres líneas curvas, que era ahora el único punto fijo en este no-lugar. El negocio de las puertas, que había sido su salvación y su maldición, era un recuerdo roto, un sueño que lo había llevado a esta puerta final, donde no había escapatoria, solo un destino que lo reclamaba como suyo. Cada puerta que había abierto, cada cliente que había enviado al otro lado, había sido un hilo en un lazo que ahora se cerraba, no alrededor de él, sino a través de él, definiendo lo que era.
Javier intentó aferrarse a algo, un recuerdo, una idea, pero todo se desmoronaba. Vio fragmentos de su vida: el taller en Madrid, el primer reloj que reparó, los rostros de aquellos que habían cruzado las puertas. Pero cada imagen estaba fracturada, reescrita por el símbolo, y en cada una, el gato esfinge lo observaba, como si siempre hubiera sido parte de su destino. “El lazo es infinito”, había dicho la voz, y ahora Javier sentía que el lazo no era solo entre las puertas, sino entre él y la suma de todas las existencias que había tocado.
La puerta de la suma de todas las existencias comenzó a abrirse, no con un movimiento, sino con una fusión que parecía tejer todas las puertas en una sola. Al otro lado, no había un paisaje, ni una ausencia, sino un espacio donde el tiempo, el espacio y la existencia se fundían en un instante eterno que contenía todo y nada. En el centro, una figura emergió, no un reflejo, no la silueta de luz fracturada, sino un Javier que era todas las versiones de sí mismo: el relojero, el que abrió las puertas, el que nunca cruzó, el que se perdió en el vacío, el que aún no había existido. Su cuerpo estaba cubierto por el símbolo de las tres líneas curvas, como si fuera una red que lo definía, y sus ojos eran los del gato, pero también los suyos, como si él y el gato se hubieran convertido en uno.
“No soy el lazo”, susurró Javier, pero su voz era un eco que se perdía en la eternidad. La figura frente a él respondió, con una voz que era suya, pero infinita: “No eliges el lazo. El lazo eres tú”. La puerta de la suma de todas las existencias se abrió por completo, y el vacío comenzó a fluir, no como una corriente, sino como una fuerza que absorbía lo que quedaba de Javier: su esencia, su tiempo, su ser.
Los hilos de su existencia comenzaron a tejerse de nuevo, pero no formaban un tapiz, sino una red infinita de símbolos, cada uno conectado a una puerta, cada puerta conectada a otra versión de él mismo. Vio a Clara, a Diego, a Elena, a Adrián, a Lucas, todos disolviéndose en la misma red, todos parte del mismo lazo. Cada uno había cruzado una puerta, cada uno había pagado un precio, y ahora Javier entendía que él era el nudo, el punto donde todo convergía. El gato esfinge, ahora apenas un destello en el centro de la puerta, reapareció, y su voz resonó: “Entrega tu todo, o el todo te entregará”.
Javier sintió que su ser se deshacía, como si cada puerta que había abierto hubiera sido una pieza de él que ahora se perdía en la nada. Intentó resistirse, pero no había nada a lo que aferrarse, solo el símbolo y la puerta. La figura con su cuerpo dio un paso hacia él, y el símbolo en su piel brilló con una intensidad que cegaba. “El lazo es eterno”, dijo. “Paga, o serás el pago para siempre”.
El vacío colapsó, y los fragmentos de ceniza se unieron al torbellino, formando un arco que no reflejaba nada, solo el símbolo, multiplicado hasta el infinito. Javier sintió que caía, no hacia la puerta, sino hacia un lugar donde no había nada, solo el símbolo y la voz del gato. Una nueva puerta apareció, no de la suma de todas las existencias, no de eternidad, sino de un material que parecía hecho de la esencia de todas las puertas que habían existido, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido final.
La figura con su cuerpo extendió una mano, y Javier sintió que la eternidad lo reclamaba, no como una disolución, sino como una transformación en algo que no podía comprender. La voz del gato, ahora un eco que venía de todas partes, susurró: “Abre la última puerta, o la última puerta será tu todo”. La puerta de la esencia de todas las puertas comenzó a brillar, y Javier, o lo que quedaba de él, supo que no había elección. Él era el lazo, él era la llave, y la puerta no era un portal, sino un reflejo de lo que siempre había sido.
Y mientras la eternidad lo envolvía por completo, una última voz, que era suya y no suya, susurró: “El precio es todo lo que fuiste, todo lo que eres, todo lo que serás. Págalo, o serás el lazo para siempre”.
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Editado: 02.09.2025