El taller de Javier Mendoza era un espejismo que se desvanecía, un lugar donde la realidad parecía colapsar en un pliegue de tiempo detenido. Las paredes, cubiertas de relojes que no avanzaban, vibraban con un zumbido que no era mecánico, sino algo más profundo, como si el tiempo estuviera atrapado en un ciclo eterno. El símbolo de las tres líneas curvas, grabado en el suelo, pulsaba con un ritmo que parecía apagarse, pero su presencia era inescapable, como si fuera el latido del propio taller. La puerta de alma, que había colapsado en un destello cegador, ya no estaba, pero su energía seguía impregnando el espacio, un susurro que resonaba en los relojes, en las sombras, en la piel de Javier. El gato esfinge estaba sentado en el centro, sus ojos de zafiro brillando con una calma que escondía un propósito insondable. La voz que había resonado —“Abre, o el silencio te abrirá para siempre”— seguía presente, no como un eco, sino como una verdad que parecía escrita en el tejido del taller.
Javier intentó mirarse, pero no había cuerpo que ver; era apenas un contorno translúcido, como si él mismo fuera un reflejo a punto de disolverse. El taller era familiar, pero estaba fracturado: los relojes no marcaban el tiempo, las sombras se movían sin fuente, y el aire estaba cargado de un olor a cenizas y metal quemado. El negocio de las puertas, que había sido su vida, su salvación y su condena, era ahora un recuerdo fragmentado, pero los ecos de Clara, Diego, Elena, Adrián, Lucas seguían presentes, como si sus cruces a través de las puertas hubieran tejido una red invisible que lo ataba al taller, al símbolo, al gato.
Intentó tocar un reloj en la pared, pero su mano lo atravesó, como si el objeto fuera una ilusión que se desmoronaba. El gato esfinge ladeó la cabeza, y una imagen apareció en la mente de Javier: un taller idéntico, pero lleno de puertas que no llevaban a mundos, sino a reflejos de él mismo, cada una marcada por el símbolo de las tres líneas curvas. En cada puerta, el gato estaba presente, observando, esperando. “El lazo no termina”, dijo la voz del gato, resonando en el taller. “El lazo se silencia, pero nunca se rompe”.
Una nueva puerta apareció en la pared, no de alma, ni de existencia, ni de recuerdos, sino de un material que parecía hecho de los restos de su propia conciencia, con el símbolo de las tres líneas curvas pulsando como un latido que se apagaba lentamente. Al otro lado, Javier vislumbró un paisaje que no era un mundo, sino un reflejo distorsionado: un Madrid donde las calles eran espejos rotos, donde las personas no tenían rostros, solo el símbolo grabado en sus frentes. En el centro, un taller que no era el suyo, lleno de relojes que giraban al revés, y una figura sin rostro, sosteniendo un reloj roto, lo miraba con ojos que eran los del gato.
—¿Qué queda de mí? —preguntó Javier, aunque su voz era un susurro que apenas rompía el silencio. La figura sin rostro no respondió, pero el gato esfinge se levantó, caminando lentamente hacia la puerta, y su voz resonó de nuevo: “No eres el relojero. Eres el eco”. Javier sintió un escalofrío. Los relojes en las paredes comenzaron a vibrar, no con un tictac, sino con un zumbido que imitaba el latido del símbolo. El taller tembló, y el suelo bajo sus pies pareció disolverse, como si estuviera cayendo hacia el reflejo al otro lado de la puerta.
De repente, una voz familiar rompió el silencio. Era Lucas, o un eco de él, emergiendo desde las sombras del taller. —No abras, Javier —susurró, su rostro pálido y translúcido, como si fuera un recuerdo que se desvanecía—. Ese taller no es tuyo. Es un lazo que te silencia. Si cruzas, no serás tú quien regrese. —Sus palabras eran un eco de las advertencias de Clara, Adrián, Elena y Diego, pero llevaban un peso nuevo, como si supiera lo que estaba en juego.
Javier miró al gato, buscando una respuesta, pero el animal solo ladeó la cabeza, y una nueva imagen apareció: un círculo infinito de talleres, todos conectados por el símbolo, todos habitados por versiones de él mismo, pero en cada uno, el tiempo estaba detenido, y los relojes nunca avanzaban. “El precio no se paga una vez”, dijo el gato, con una voz que resonaba en el taller. “El precio se paga eternamente”.
La puerta de conciencia comenzó a abrirse, y el reflejo del taller al otro lado se volvió más claro: un mundo donde el negocio de las puertas nunca había existido, pero donde el símbolo de las tres líneas curvas estaba en todas partes, grabado en los relojes, en las calles, en los rostros sin rostro de las personas. Javier sintió que algo dentro de él se rompía, no su cuerpo, sino su certeza. ¿Había escapado del lazo, o el lazo lo había atrapado en un nuevo ciclo? El símbolo en la puerta brilló con una intensidad cegadora, y el taller comenzó a colapsar, como si estuviera siendo reescrito de nuevo.
El gato esfinge cruzó el umbral, y su voz resonó por última vez: “El lazo no se rompe. El lazo eres tú”. La puerta de conciencia colapsó en un destello, y Javier sintió que caía, no hacia el vacío, sino hacia un nuevo taller, un nuevo mundo, una nueva versión de sí mismo. Pero mientras caía, una última voz, que era suya y no suya, susurró: “Abre, o el eco te abrirá para siempre”. Y en ese instante, Javier supo que la próxima puerta no sería un fin, sino un comienzo que lo llevaría a enfrentar lo que siempre había sido, o lo que nunca había sido.
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Editado: 02.09.2025