Rawenna permanecía de pie en medio del cementerio, con la fría luz de la luna bañando su rostro. Las sombras de los espíritus se retorcían a su alrededor, reclamando lo que creían que les pertenecía: el corazón de Gideon y su propia alma. El viento agitaba su cabello negro como las alas de un cuervo mientras su mente procesaba la verdad más dura que había descubierto aquella noche: no había otra salida. Si quería salvarle a él, tendría que sacrificarse ella.
—No hay más tiempo –-susurró la voz de un espíritu, con un tono gutural y antiguo—. El pacto debe cumplirse.
Rawenna miró al chico con una expresión marcada por el terror y la incredulidad. A pesar de la gravedad de la situación, él seguía dispuesto a luchar por ella. Su determinación la conmovía, pero también rompía su corazón.
—Rawenna, no podemos dejarnos vencer por ellos —le dijo, intentando acercarse, sin embargo, la barrera invisible de magia oscura lo mantenía alejado.
Ella, sabiendo que no podían vencer al destino, sacudió la cabeza. Su magia no sería suficiente para derrotar a los espíritus, no sin un sacrificio verdadero. Se acercó lo más que pudo a él, con sus ojos buscando una despedida que no quería pronunciar en palabras.
—Gideon… —murmuró con voz quebrada—. La única manera de detener esto… es si yo tomo tu lugar.
El chico frunció el ceño, con su mirada llena de desesperación y dijo:
—¿Qué? No, no puedes hacer eso. No puedo perderte. No después de todo esto.
La muchacha extendió una mano hacia él, tratando de tocarlo, aunque el poder que los separaba la mantuviera a distancia. Su piel ardía con la intensidad de su magia, un fuego que amenazaba con consumirla.
—Es la única manera —tragó el nudo de su garganta, aunque no sus lágrimas—. El pacto requiere un sacrificio. Un corazón enamorado… Pero también un alma dispuesta a entregarse.
—¡No! —gritó él con la voz quebrada de pura angustia—. No puedo dejar que lo hagas.
Rawenna cerró los ojos un momento, sintiendo cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas como cataratas. Sabía que no había otra opción. Los espíritus, las sombras, el pacto… todo dependía de ella. Y la única manera de salvarlo era sacrificando lo que realmente importaba: su propia vida.
—Por favor… —suplicó él—. No me dejes. Podemos luchar juntos.
Pero ella sabía que no había forma de ganar. No esta vez. La maldición de su familia, el error cometido generaciones atrás, todo se había concentrado en esa noche, y el destino los había colocado allí por una razón. Finalmente, con una determinación renovada, miró al joven a los ojos y le dedicó una última sonrisa.
—No te estoy dejando, Gideon. Estaré contigo… siempre.
Con un suspiro profundo, la chica cerró los ojos y comenzó a recitar un antiguo conjuro, uno que había aprendido de los libros prohibidos de su linaje. Su voz, temblorosa al principio, se fue llenando de fuerza mientras las palabras arcaicas llenaban el aire. La magia a su alrededor comenzó a brillar intensamente, como un fuego etéreo que la envolvía.
Los espíritus, al ver lo que estaba haciendo, retrocedieron por un momento, pero luego se acercaron, ansiosos por devorar el sacrificio que se les ofrecía.
Gideon, impotente, observó cómo el brillo mágico aumentaba, rodeando a Rawenna en una espiral de luz y sombras. Trató de romper la barrera invisible que lo mantenía alejado, mas fue inútil. Gritó su nombre una y otra vez, sin embargo, la chica estaba completamente inmersa en el ritual.
El viento sopló con más fuerza, levantando hojas y polvo en un torbellino, mientras los espíritus comenzaban a desvanecerse, absorbidos por la magia que la joven desataba. Su figura se desdibujaba en el aire para fusionarse con las fuerzas sobrenaturales a medida que el ritual alcanzaba su clímax. La muchacha sintió cómo su vida se deslizaba lentamente de su cuerpo, como si estuviera siendo aspirada por una fuerza mayor. Su conexión con el mundo físico se debilitaba, pero en su mente solo había un pensamiento: Gideon.
Con un último gesto de amor y valentía, Rawenna dejó que su alma se liberara. En el instante en que lo hizo, los espíritus desaparecieron, como si nunca hubieran existido. El cementerio quedó en silencio, envuelto en una calma sobrenatural.
Gideon cayó de rodillas al suelo, agotado física y emocionalmente. El lugar que había estado lleno de oscuridad ahora estaba vacío, salvo por el susurro del viento. El amanecer comenzaba a asomarse en el horizonte, pero la luz suave del sol no traía consuelo. Rawenna ya no estaba. Se había ido.
Desesperado, el chico la llamó una vez más, mas solo el silencio le respondió.
Pasaron varios minutos antes de que pudiera moverse. Se levantó lentamente, todavía en estado de shock, sintiendo el vacío que ella había dejado. Se acercó al lugar donde había estado de pie por última vez y encontró el amuleto que ella siempre llevaba consigo. Lo sostuvo en su mano, apretándolo con fuerza, sabiendo que ese pequeño objeto era lo único que le quedaba de ella.
Pero mientras el viento acariciaba suavemente su rostro, Gideon sintió algo más. Era una sensación casi imperceptible, como un susurro en el borde de su conciencia. Cerró los ojos y escuchó. Era Rawenna. Su presencia, aunque distante, seguía allí, en algún lugar entre este mundo y el otro.
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Editado: 27.10.2024