El Pacto Oculto.

Capítulo 2: Ecos del Pasado.

Narrado por Margaret Smit

Dicen que el sonido de la lluvia es relajante, pero para mí siempre ha sido una advertencia. Como si el cielo intentara recordarme que el mundo allá afuera puede volverse implacable en cualquier momento. La lluvia no es poesía ni calma. Es un recordatorio de que todo puede desbordarse.

Estaba en mi oficina, en el nivel 13 del complejo de investigación, con las luces apagadas y solo el resplandor del holograma iluminando mi rostro. No dormía desde hacía más de 36 horas y mi cuerpo comenzaba a pasarme la factura: la cabeza palpitaba, las manos me temblaban ligeramente y mis pensamientos eran como puñales que se clavaban sin orden ni lógica. Pero no podía detenerme. No ahora. No cuando tenía esto frente a mis ojos.

Umbra.

Una palabra que había comenzado a aparecer en informes antiguos, fragmentos de código y archivos que AtlasCorp intentó borrar. Yo había metido las manos donde no debía, pero no pude evitarlo. La empresa para la que trabajaba —para la que todos trabajábamos— no solo manipulaba mercados y gobiernos, sino algo mucho peor: personas. No con mentiras, no con promesas vacías, sino con control directo. Mental, emocional.

El Proyecto Umbra no era solo un rumor de pasillo ni una historia que espantaría a los novatos. Era real. Y si tenía razón, estaba a punto de descubrir algo que cambiaría la percepción del mundo como lo conocemos. O al menos, así lo pensaba, hasta que Alfio irrumpió en mi oficina sin llamar.

—Sigues trabajando sin dormir, ¿eh? —su voz siempre tenía un toque sarcástico, como si cada palabra estuviera revestida con una broma privada que solo él entendía.

No respondí. Simplemente seguí deslizando los datos con mis dedos, haciendo zoom sobre fragmentos de código, buscando patrones en el caos. Alfio era la última persona que quería ver en ese momento. Su presencia era como una piedra en el zapato: molesta, pero imposible de ignorar.

—No puedo darme ese lujo —murmuré.

Él avanzó hasta mi escritorio y se apoyó con una confianza que parecía innata en él. Se cruzó de brazos y me miró con esa expresión entre el fastidio y la curiosidad.

—Te estás obsesionando, Margaret —dijo—. Mira, si sigues tirando del hilo, tarde o temprano alguien se va a dar cuenta. ¿Y luego qué?

Respiré profundo. Me froté los ojos y finalmente lo miré a los ojos. Sus pupilas eran oscuras, como si no reflejaran la luz, como si guardaran más secretos de los que estaba dispuesto a confesar.

—No entiendes —le dije con un nudo en la garganta—. AtlasCorp no está solo manipulando mercados o resultados electorales. Están probando esta tecnología en personas. Millones, Alfio. Y nosotros ni siquiera lo notamos.

Esperaba que dijera algo, una burla quizás, pero se quedó callado. Algo en su expresión cambió. Por primera vez desde que lo conocía, lo vi realmente preocupado.

—¿Qué tan grande es esto? —preguntó finalmente, su voz más baja.

—No lo sé todavía, pero si mis cálculos son correctos, Umbra lleva años en desarrollo. Puede controlar mentes, Alfio. De manera precisa, quirúrgica. AtlasCorp no necesita convencerte para que hagas algo. Pueden hacer que creas que lo elegiste.

Él se irguió, como si algo lo golpeara de repente. Durante un largo minuto, solo se escuchó la lluvia golpeando las ventanas. Alfio empezó a caminar de un lado a otro. Siempre lo hacía cuando estaba nervioso o planeando algo.

—Tenemos que hablar con alguien que lo sepa —dijo finalmente.

—Conozco a alguien —respondí—. Helena Cruz.

—¿Helena Cruz? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿La misma Helena que desapareció hace cinco años?

—Exactamente.

—Margaret, si esa mujer sigue viva, es porque no quiere que nadie la encuentre.

—Lo sé, pero ella fue una de las ingenieras principales en las primeras fases de Umbra. Si alguien puede ayudarnos a entender esto, es ella.

Alfio se quedó en silencio, mordiéndose el interior de la mejilla, como si considerara todas las consecuencias de lo que estábamos a punto de hacer. Finalmente, asintió.

—Bien, pero si nos vamos a meter en esto, lo hacemos a mi manera. Tú eres la mente, Margaret. Yo soy el que se asegura de que salgamos vivos.

Una parte de mí quiso discutir, pero otra —la que todavía temblaba por dentro— le dio la razón. Alfio era un sobreviviente, alguien que conocía los rincones oscuros del mundo y cómo caminar por ellos sin ser visto. Lo necesitaría.

Esa noche, nos adentramos en el Sector Ocho.

La lluvia seguía cayendo cuando Alfio y yo cruzamos las calles empapadas, nuestras sombras proyectándose como fantasmas sobre las paredes sucias y descascaradas. Los barrios bajos de Terranova parecían un lugar muerto, pero todos sabíamos que había ojos escondidos detrás de cada ventana rota.

-Aquí no dura nadie con las manos limpias -murmuró Alfio mientras avanzábamos.

-Por eso seguimos adelante -respondí.

Nos detuvimos frente a una puerta de metal oxidada. Toqué tres veces, hice una pausa y luego toqué dos más. El patrón que me habían enseñado hacía años. El silencio nos envolvió hasta que la puerta crujió al abrirse.

Y allí estaba ella: Helena Cruz, la mujer que una vez construyó los cimientos de Umbra. Su cabello, ahora canoso, caía en desorden sobre sus hombros. Sus ojos, sin embargo, seguían igual: agudos, inquisitivos y llenos de algo parecido a la tristeza.

-Margaret Smit -dijo, sin sorpresa en su voz-. Sabía que algún día vendrías.

Ese fue el momento en que supe que no habría vuelta atrás.




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