Narrado por Margaret Smit
Cuando Alfio habló por la radio aquella noche, su tono era contenido, pero yo podía sentir el peso de sus palabras, cada una cargada de una tensión que no había escuchado antes. Algo había cambiado. Algo había salido a la luz que, de alguna manera, lo afectaba profundamente.
Después de cortar la comunicación, me quedé mirando la pantalla del transmisor como si pudiera revelar alguna respuesta. Mi mente intentaba ordenar las piezas del rompecabezas: Érebo, Lucian, las listas… y nosotros atrapados en medio de una guerra que apenas comenzábamos a entender.
Helena dormía en un rincón del cuarto, envuelta en una manta fina que hacía poco contra el frío. Su cabello estaba enredado y su rostro mostraba el cansancio de semanas huyendo. Yo también estaba exhausta, pero sabía que no podía permitirme detenerme. La verdad que habíamos descubierto nos obligaba a seguir adelante.
Encendí mi computadora portátil, una reliquia anticuada que, paradójicamente, era nuestra mayor ventaja. Su tecnología analógica hacía imposible que AtlasCorp nos rastreara, pero trabajar con ella era un proceso tedioso. Abrí los archivos que habíamos descargado de la División Umbra y comencé a buscar más información sobre Érebo.
Los primeros documentos eran técnicos, llenos de jerga que apenas entendía. Descripciones sobre alteraciones neuronales, algoritmos de mapeo cerebral, y un sinfín de gráficos que detallaban cómo reescribir la voluntad humana. Pero mientras más leía, más claro se volvía el panorama: AtlasCorp no quería solo controlarnos; quería redefinirnos.
Entonces encontré algo que me heló la sangre: un registro de pruebas. Fechas, nombres y resultados. Las primeras pruebas habían sido “voluntarias”, pero conforme avanzaban los meses, los nombres comenzaban a aparecer como “objetivos externos”. Personas como nosotros, arrebatadas de sus vidas y utilizadas como simples experimentos.
El nombre de mi hermana estaba en la lista.
Tuve que contener el grito que amenazaba con escapar. Mi hermana, que había desaparecido hace cinco años, que todos habían asumido que estaba muerta. Pero no era así. Según los registros, había sido trasladada a una instalación llamada Astra Delta, una ubicación que no reconocía, pero que ahora se convertía en mi única prioridad.
Pasaron varias horas antes de que Helena se despertara. Cuando finalmente lo hizo, estaba visiblemente agotada, pero sus ojos mostraban una determinación que no había visto antes.
—¿Algún avance? —preguntó mientras se acercaba al escritorio.
—Más de lo que esperaba. Encontré información sobre Érebo y algo que me afecta directamente.
Le conté lo que había descubierto, omitiendo detalles personales, pero Helena era más perspicaz de lo que aparentaba.
—Esto no es solo sobre AtlasCorp, ¿verdad? —dijo, cruzándose de brazos.
La miré durante un momento, considerando si debía confiar en ella. Al final, decidí que no tenía opción. Le hablé sobre mi hermana, sobre su desaparición y lo que los registros decían.
—Margaret lo siento mucho —dijo después de un largo silencio—. Pero eso también significa que tenemos algo por lo que luchar, algo personal.
Asentí. Su apoyo, aunque inesperado, era un alivio.
—¿Y Alfio? ¿Le contarás?
Negué con la cabeza.
—No aún. Tiene demasiadas cosas en la cabeza. Además, si esto es cierto, necesito más pruebas antes de decírselo.
El resto del día lo pasamos estudiando los archivos y trazando un plan. Helena era una estratega natural, y sus ideas nos ayudaron a delinear los próximos pasos. La primera prioridad era contactar a Alfio y Lucian para coordinar una reunión. Si íbamos a infiltrarnos en Astra Delta, necesitaríamos a todos.
Por la noche, finalmente encendimos la radio. La voz de Alfio llegó después de unos segundos.
—Aquí estamos —respondió, pero había algo distinto en su tono.
—Necesitamos reunirnos —le dije—. Hay nueva información, y no podemos esperar más.
—De acuerdo. ¿Dónde?
Helena tomó la radio y le dio las coordenadas de un punto intermedio. Sería un lugar arriesgado, pero el tiempo no estaba de nuestro lado.
—Nos vemos allí al amanecer —respondió Alfio antes de cortar la comunicación.
La noche fue un torbellino de pensamientos. Me recosté en el suelo, con la cabeza apoyada en mi mochila, mirando el techo mientras mi mente repasaba una y otra vez los detalles. Astra Delta, Érebo, mi hermana… todo parecía girar alrededor de un núcleo oscuro que apenas comenzaba a entender.
¿Y si no la encontraba? ¿Y si era demasiado tarde?
Pero no podía pensar en eso ahora. Necesitábamos mantenernos enfocados. AtlasCorp era una máquina implacable, y cada minuto perdido era un paso más cerca de su victoria.
Al amanecer, Helena y yo llegamos al punto de encuentro. Era una estación de tren abandonada, rodeada de árboles y cubierta de niebla. Alfio y Lucian ya estaban allí, esperándonos junto a un auto destartalado que probablemente habían conseguido en el último pueblo.
Cuando Alfio me vio, su mirada se suavizó por un instante, pero rápidamente recuperó su compostura habitual.
—¿Qué encontraron? —preguntó, directo al grano.
Le entregué una carpeta con los documentos clave y resumí lo que habíamos descubierto. Su rostro se oscureció a medida que leía.
—Esto cambia las cosas —dijo finalmente—. Si Astra Delta es real, entonces tenemos una oportunidad.
—Pero es arriesgado —intervino Lucian—. Si nos descubren antes de tiempo, no saldremos vivos.
—Eso ya lo sabemos —respondí—. Pero no podemos quedarnos esperando. AtlasCorp no va a detenerse, y si Érebo entra en su fase final.
No terminé la frase. No necesitaba hacerlo. Todos sabíamos lo que estaba en juego.
La reunión terminó con un consenso: infiltraríamos Astra Delta, pero antes necesitaríamos reunir más recursos. Helena y Lucian se encargarían de conseguir equipo mientras Alfio y yo buscábamos un modo de acceder a las instalaciones.