Narrado por Margaret Smit
Había algo extraño en el silencio de ese lugar, un vacío que parecía envolvernos como una manta pesada. La puerta del laboratorio principal se cerró tras nosotros con un siseo metálico, sellándonos en lo que sentí como el centro del infierno. Las luces eran blancas, demasiado brillantes, y sus reflejos en las superficies metálicas le daban al ambiente un toque irreal. No era la primera vez que me enfrentaba a la oscuridad de AtlasCorp, pero este lugar tenía algo distinto. Algo profundamente perturbador.
—Quédense juntos —murmuró Alfio mientras revisaba el dispositivo holográfico en su muñeca—. Este lugar puede ser más peligroso de lo que parece.
No necesitaba que me lo dijera. Podía sentirlo en el aire, en cada fibra de mi cuerpo. Algo aquí no estaba bien.
Sombras y secretos
El laboratorio principal de AtlasCorp no era como lo había imaginado. Esperaba equipos científicos avanzados, tal vez tubos de ensayo y microscopios. Pero lo que encontré fue mucho más oscuro. Filas de cápsulas de contención se alineaban contra las paredes, cada una de ellas conectada a un entramado de cables y tubos. Dentro de las cápsulas había figuras humanas, o al menos, algo que solía ser humano.
—Dios mío… —susurré, acercándome a una de las cápsulas.
El ser dentro de ella tenía un rostro casi humano, pero sus ojos eran completamente negros, sin rastro de vida. Su piel estaba pálida y cubierta de venas azules que parecían irradiar una especie de energía.
—¿Qué es esto? —preguntó Alex, su voz cargada de asombro y horror.
Alfio se acercó a una consola cercana y comenzó a leer los datos que aparecían en la pantalla.
—Son sujetos experimentales, —dijo finalmente, con un tono sombrío—. AtlasCorp los ha estado modificando genéticamente, intentando crear algo… superior.
Mi estómago se revolvió. Era como si cada paso que dábamos dentro de esta organización revelara una nueva capa de su crueldad.
—¿Superior para qué? —pregunté, aunque no estaba segura de querer escuchar la respuesta.
—Para ser soldados, armas vivientes, o tal vez algo peor. —Alfio apretó los puños, su frustración evidente—. Han estado jugando a ser dioses, y estas personas son el precio que han pagado.
Miré las cápsulas nuevamente, mi mente tratando de procesar lo que estaba viendo. Estas personas, si es que aún podían considerarse personas, no tenían elección. Eran víctimas, atrapadas en un experimento que les había robado su humanidad.
El peso de las decisiones
Mientras explorábamos más el laboratorio, la magnitud de lo que AtlasCorp había estado haciendo se hizo aún más evidente. Había informes, grabaciones de video y datos que detallaban cada paso de sus experimentos. Habían tomado a personas vulnerables, a menudo sin hogar o en situaciones desesperadas, y las habían convertido en conejillos de indias.
—No podemos dejar esto así, —dije finalmente, sintiendo cómo la ira comenzaba a hervir en mi interior—. Tenemos que detener esto.
—¿Cómo? —preguntó Alex, girándose hacia mí—. No podemos simplemente destruir todo. Estas personas aún están vivas, de alguna manera.
Tenía razón, pero eso no hacía que fuera más fácil. No podía simplemente apagar las máquinas y dejarlas morir, pero tampoco podía dejarlas en este estado.
—Hay un sistema de soporte vital conectado a cada cápsula, —dijo Alfio, revisando los datos en su dispositivo—. Si lo apagamos, sería el final para ellos.
—¡No podemos hacer eso! —gritó Alex, su voz llena de indignación—. ¡No podemos decidir quién vive y quién muere!
Me llevé las manos a la cabeza, sintiendo que el peso de la decisión me aplastaba.
—No estamos decidiendo eso, —respondí, intentando mantener la calma—. AtlasCorp lo hizo cuando los puso aquí. Pero si no hacemos algo, seguirán siendo prisioneros.
Un dilema moral
Pasaron unos minutos de tensa discusión, pero al final, tomamos una decisión que ninguno de nosotros quería tomar. Decidimos buscar una forma de desconectar las cápsulas sin causar daño a los sujetos. Si había alguna manera de salvarlos, la encontraríamos.
Mientras Alfio trabajaba en la consola principal, me quedé mirando una de las cápsulas. Había una mujer dentro, de aspecto joven, con cabello oscuro que flotaba suavemente en el líquido que llenaba la cápsula. Sus ojos estaban cerrados, y por un momento, parecía estar en paz.
—Lo siento, —murmuré, sintiendo las lágrimas correr por mis mejillas—. Lo siento tanto.
Sabía que mis palabras no podían cambiar nada, pero tenía que decirlo. Tenía que reconocer el sufrimiento de estas personas, incluso si nadie más lo hacía.
La revelación final
Finalmente, Alfio logró acceder al sistema central del laboratorio. Lo que encontró allí fue aún más perturbador.
—Margaret, Alex, tienen que ver esto, —dijo, su voz temblando ligeramente.
Nos acercamos a la consola, donde un video comenzaba a reproducirse. Era una grabación de los directivos de AtlasCorp, discutiendo el propósito de estos experimentos.
—El Proyecto Umbra no es solo un experimento científico, —decía uno de ellos, un hombre mayor con una expresión severa—. Es la clave para controlar el futuro. Si podemos perfeccionar estas modificaciones, no habrá límite para lo que podemos lograr.
—¿Y las personas que usamos? —preguntó alguien más, una mujer de voz fría.
—No importan, —respondió el hombre, con un tono despreocupado—. Son sacrificios necesarios para un bien mayor.
Sentí cómo mi rabia crecía con cada palabra. Estas personas no eran más que herramientas para ellos, desechables y sin valor.
—Tenemos que exponer esto, —dije con determinación—. El mundo necesita saber lo que han hecho.
—Lo haremos, —respondió Alfio, su mirada igual de decidida—. Pero primero, tenemos que salir de aquí.