Narrado por Margaret
El rugido de los motores se fue apagando mientras nuestra nave descendía en la superficie de Xeryon, el último bastión de AtlasCorp. Desde la ventanilla, observé el paisaje helado y hostil que nos esperaba. Kilómetros de tundra metálica se extendían bajo un cielo púrpura, con relámpagos desgarrando la densa atmósfera en intervalos impredecibles. No era un planeta, sino una prisión de datos y secretos.
—Bienvenidos al infierno —murmuró Alfio, revisando el panel de control.
No pude evitar asentir. Este era el final del camino, el último enfrentamiento antes de desmantelar el Proyecto Umbra Omega por completo. La clave que habíamos recuperado en Kryon nos había llevado hasta aquí, a la base donde AtlasCorp ocultaba los últimos fragmentos del código que hacía funcionar su red de control mental.
Me aseguré de que mi equipo estuviera listo. Municiones, dispositivo de acceso, inhibidor de señales… cada pieza era esencial. No habría refuerzos, ni una segunda oportunidad si fallábamos.
Alfio se giró hacia mí.
—Sabes que si cruzamos esa puerta, no hay vuelta atrás.
—Nunca la hubo —respondí, ajustando mi visor—. Terminamos con esto ahora o lo pagaremos después.
Descendimos con sigilo, avanzando entre los restos de estructuras metálicas cubiertas de escarcha. El frío era brutal, se filtraba a través del traje térmico como agujas de hielo perforando la piel. La base no estaba abandonada. A lo lejos, podía ver drones patrullando el perímetro y figuras humanas en armaduras negras moviéndose en la distancia.
—Hay menos guardias de lo esperado —susurré.
—Eso no es una buena señal —contestó Alfio—. O saben que venimos y nos están esperando… o ya no les importa detenernos.
Ninguna opción me tranquilizaba.
Nos acercamos a una compuerta lateral, la misma que Leah nos había marcado en los planos antes de partir. Conecté mi dispositivo de acceso y comencé a descifrar los códigos de seguridad.
—Treinta segundos —dije, concentrada en la pantalla.
—Margaret… —La voz de Alfio tenía un filo de urgencia.
Levanté la vista y lo vi mirando hacia el horizonte. Seguí su mirada y sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Más allá de las estructuras, una figura alta y oscura nos observaba desde la distancia. Su silueta era imposible de confundir.
Era Alex.
Mi estómago se revolvió. ¿Cómo había llegado hasta aquí antes que nosotros?
—Esto no me gusta —susurró Alfio, alzando su arma.
—No dispares —le advertí.
No tenía sentido. Si Alex hubiera querido eliminarnos, ya lo habría hecho. Pero ahí estaba, parado en medio de la tundra, con su abrigo negro ondeando con el viento gélido, observándonos con una calma inhumana.
El dispositivo emitió un leve pitido. La compuerta se deslizó con un siseo mecánico.
—Estamos dentro —dije, forzándome a apartar la vista de Alex—. No podemos perder tiempo.
Alfio me lanzó una última mirada antes de entrar tras de mí.
El interior de la base era aún más frío que el exterior. Pasillos metálicos cubiertos de escarcha, luces parpadeantes y una extraña sensación de vacío.
No había cuerpos. No había signos de lucha.
Solo silencio.
—Esto no me gusta nada —murmuró Alfio.
Tampoco a mí.
Seguimos avanzando hasta la sala de servidores. No encontramos resistencia. Era como si todos hubieran desaparecido.
Finalmente, llegamos. Un gigantesco servidor central se alzaba en la oscuridad, cubierto de cristales de hielo. La clave que habíamos traído de Kryon debía insertarse en ese terminal para desencriptar y destruir los últimos fragmentos del código de Umbra Omega.
Saqué el dispositivo y me arrodillé frente al panel de control.
—Cúbreme. Esto tomará un par de minutos.
Alfio se posicionó en la entrada, con el arma lista.
Conecté el dispositivo y comencé a trabajar. La pantalla se llenó de líneas de código corriendo a una velocidad vertiginosa. Hackear AtlasCorp no era fácil, pero había pasado años preparándome para esto.
Y entonces, la voz resonó.
—Sabía que vendrías.
Me congelé.
Levanté la vista y vi su reflejo en la pantalla del terminal.
Alex estaba detrás de mí.
Mi corazón se disparó. Alfio giró de inmediato, apuntándole con el arma.
—Ni un solo paso más —gruñó.
Alex no se inmutó. Su expresión era la misma de siempre, tranquila, calculadora. Pero había algo diferente en sus ojos. Algo… roto.
—No vine a pelear —dijo.
—Entonces, ¿qué demonios quieres? —espetó Alfio, sin bajar el arma.
Alex me miró directamente.
—Quiero darte la verdad.
Sentí que la sangre me abandonaba el rostro.
—¿De qué estás hablando?
Él inclinó levemente la cabeza.
—¿Realmente creíste que podías destruir AtlasCorp con solo borrar un código?
Mis dedos se crisparon sobre el teclado.
—El Proyecto Umbra Omega depende de estos servidores —repliqué—. Sin ellos, el sistema colapsa.
—Eso era cierto. Hasta hace una hora.
Un silencio denso cayó sobre la sala.
—Estás mintiendo —susurré.
Alex negó lentamente.
—Hace una hora, AtlasCorp transfirió el núcleo del código a un nuevo huésped. Uno que no puede ser eliminado con un simple borrado de datos.
Alfio apretó los dientes.
—¿Quién?
Alex me miró fijamente.
Y entonces lo supe.
Lo sentí antes de que él siquiera lo dijera.
Mi cuerpo se paralizó.
—Margaret… —susurró Alfio, como si ya entendiera lo que acabábamos de descubrir.
—No… —mi voz apenas era un hilo.
Alex dio un paso adelante.
—Umbra Omega no es un sistema. No es una red. No es un código en un servidor.
Se llevó una mano al pecho.
—Es un programa orgánico.
Mi visión se nubló.
—No…
—Y ahora… —dijo, con voz serena—, tú eres la llave que lo activa.
El suelo pareció desaparecer bajo mis pies.